Viernes, 19 de Abril 2024

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Causas efímeras, efectos permanentes

Por: Augusto Chacón

Causas efímeras, efectos permanentes

Causas efímeras, efectos permanentes

El impulso para aproximarnos la democracia electoral fue imponente, una causa social; desembocó en profundas modificaciones legales, institucionales y culturales, perceptibles por cualquiera; la credencial del IFE pasó a ser objeto identitario con valor igual para todos: “¿traes tu IFE?”, “no vayas a perder tu IFE”, tan potente que casi no resintió su tránsito a INE; la organización para que las elecciones sucedan es también evidencia de lo mucho que cambió: las y los vecinos encargados de disponer los elementos para que la gente sufrague, de contar los votos y, así, de dar legitimidad al proceso.

Con menos amplia exposición, no obstante fenómenos interesantes de atender como causas, los derechos humanos, la transparencia, el acceso a la información y la protección de datos personales. Su instauración en el ideario compartido representa el empeño, no menor, de cierta sociedad civil, de la academia y de algunos medios de comunicación; tal vez en un plano menos notable que el que ocupan las elecciones pero, al cabo, ya es del dominio popular que esos derechos son exigibles y que existen los instrumentos para que la exigencia no sea sólo conceptual: esa conquista llevó a la creación de los órganos autónomos que los tutelan, conquista a la que las autoridades y los subsecuentes gobiernos terminan por subirse de mala gana, atentos a poner obstáculos cada que tienen o crean una oportunidad (sí, hay excepciones). Como muestra están los nombramientos de quienes deben desempeñar un papel en las comisiones de derechos humanos o en los institutos de transparencia o electorales, cada vez más puestos en la ladera del socialmente estéril intercambio político partidista. 

Otras causas ampliamente adoptadas se representan por consignas: “sacar al PRI de Los Pinos” o “acabar con la mafia del poder”, aunque esto último se puede evaluar a la inversa: la causa fue castigar a los partidos que tuvieron oportunidad de gobernar con eficacia y justicia, y con denuedo hicieron lo contrario. En Jalisco, por estas fechas, la inconformidad por la propuesta de los diputados locales para incrementarse el sueldo se vistió de causa a través de los medios de comunicación y las redes sociales, las y los legisladores terminaron por recular, sin gracia ni reflexión, es decir, a regañadientes.

Pero ¿los derechos humanos, la democracia electoral, la transparencia y coyunturas como el sueldo de los representantes populares tienen o tuvieron el rango de “causas”? No. Son consecuencia de injusticias de toda índole y de los abusos de poder cotidianos, de la simulación y el fraude en las elecciones, del erario y el poder público en propiedad exclusiva de los gobernantes en turno. El hartazgo y el deseo de erradicar estos males centenarios son la causa primigenia; para conocer su vigencia es suficiente revisar las estadísticas de la inseguridad, la impunidad, la insatisfacción que producen los gobiernos, la desigualdad rampante, el irrefrenable uso patrimonialista de lo común, incluida la información que producen y resguardan las instituciones.

Apenas la Constitución cumplió su primera década, el sistema político mexicano, sus más conspicuos agentes, aprendieron a simular causas y a revestirlas de una mercadotecnia cumplidora. El abuelo del PRI, el Partido Nacional Revolucionario, se presentó como continuador de las causas de la Revolución, y no fue sino dique para las fuerzas político-militares que se disputaban violentamente el control de país, el partido moduló los encontrados intereses a partir de que cada cual tuviera su tajada. Después, con matices, y buena fe de muchos, es verdad, aparecieron instituciones políticas para disputar las formas y los fondos de lo que conocemos como priismo, grupos que buscaban sustituir a un grupo, uno y otros tras la máscara de una causa nobilísima: el bienestar de la República. Hasta llegar al culmen: el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), nacido para servir las ansias vengadoras de un damnificado del sistema, uno con tal talento, que consiguió que su lucha -y el posesivo es exacto: sólo suya- se volviera causa nacional, y más: convirtió su deseo revanchista, del tipo “no quedará piedra sobre piedra”, en causa de causas, con lo que deslizó un mensaje implícito, cada vez más explícito: lo que Andrés Manuel López Obrador considera bueno, justo y necesario, debe serlo para quien sea, negarlo es atentar, ni más ni menos, contra la causa que nos hace una nación: él mismo. Actitud que no es enteramente nueva, tiene raíces en la incesante dictadura perfecta; sin embargo, la ha llevado al extremo, con el rumbo autocrático y militarista de su régimen.

Hace más de un año declaró inaugurada la competencia por ganar la primera magistratura en 2024; poco después asignó un mote populachero a quienes decidió sean sus potenciales sucesores: las corcholatas. (Una de las características de las corcholatas de los refrescos es que, al quitarlas, se convierten en basura). Ahora las corcholatas recorren el país, aparentemente para ganar apoyos; en el fondo, para afianzar la causa de López Obrador, ya está dicha: lo que es bueno para él, lo es para todos, al grado que con todo y las ilegalidades del rodar de las corcholatas, acres detractores de su gobierno se han montado gustosos en el centro ideológico de la causa lopezobradorista: el presente es vulgar y efímero, el futuro es luminoso, asiento de todo lo bueno por venir y le pertenece a él, por eso vemos a sus larvados herederos en sonriente convivencia con quienes abominan del estado actual de cosas, abrazando otra causa simulada: hacer lo necesario para que a partir de 2024 gobierne uno, o una menos peor, elegido por supuesto de entre quienes el presidente corcholatizó, o mejor dicho: de entre los que el Destapador Universal echó al ruedo del conformismo, que también está a punto de convertirse en causa.

agustino20@gmail.com
 

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