Viernes, 19 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Ya asoman las evanescentes oleadas de los primeros calores. Son barridas, por estos días, por un viento tornadizo, que hace a las hojas rodar sobre la cara de la ciudad en marcha. El jardín sigue a la espera de las ignotas señales que le habrán de dar a su transcurrir nuevos bríos. Entreverada secretamente en la bugambilia, manifiesta su presencia esplendorosa una floración morada proveniente de una inopinada, larga, preparación: la de unos brotes, en el alto macizo de ramajes, que durante el año toman fuerza y se preparan para hacer una inesperada aparición. El perro, vigilante, considera con cuidado la mudanza: nada escapa a sus ignotos saberes. Desde sus altos refugios, el gato también toma debida nota. Giran así las estaciones sobre el jardín en calma.

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De una foto intemporal. Pudo haber sido hace cuarenta años. La escena sigue asombrando por su suave potencia. Una fronda como de olivos, que alterna sus hojas de plata con las de un verde que se sabe incombustible, forma una bóveda propicia a la sombra y el silencio. Pero unos niños ensayan sus juegos a poca distancia del tronco, al centro mismo de la penumbra protectora. Uno se inclina para efectuar el seguro tiro de la canica que le ha de dar el triunfo. El otro, a la espera, mide las posibilidades de su suerte. Pudo haber sido hace centurias, podría estar sucediendo ahora. De eso da cuenta un alto muro encalado que limita el patio. Una antigua portada fijaría, con su recia manufactura, quizá, la época. Magnética escena que es el signo del raudo transcurrir de la vida. La fotografía es de la tan extrañada, a través de los años y las décadas, Kuni Hartung. Pero el destello de su portentosa mirada devuelve por un instante su gentil, precisa presencia.

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Faros en la tempestad. Las páginas del álbum se suceden. En cada una de ellas se yergue, imbatible, un faro que capotea a pie firme la tempestad. Su arquitectura es diversa, pero todas tienen, por lo menos, la estatura que habrá de conservar en la borrasca su luz encendida a toda costa. Se adivina al farero taciturno y resuelto, cumpliendo su noble oficio entre el fragor poderoso, entre la ventisca y el estruendo que el mar embravecido ha traído. Quién sabe qué navío lejano hará del punto de luz su sola esperanza. Luego cesa la tormenta. De ella emergen, húmedos e incólumes, los faros que han cumplido, de nuevo, su alta misión sobre las lindes del océano tornadizo. Y sigue ardiendo, en la noche ya en calma, la luz constante del faro imbatible. 

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Mermoz. Fue una poderosa leyenda en el primer tercio del siglo pasado. Jean Mermoz es el símbolo del hombre alado, del que va más allá y más alto. Piloto de las primeras líneas aéreas francesas, supo ser pionero en travesías que gradualmente fueron alargando sus alcances. París-Cabo Juby al norte de África, luego más allá, de allí a Sudamérica todavía con alguna escala, después cruzando las altas cimas de Los Andes. Y finalmente, la meta acariciada, el vuelo ininterrumpido sobre el Atlántico, proeza que por aquellos años muy pocos pilotos habrán cumplido. Joseph Kessel escribió un tomo que registra con puntualidad, y con vuelo ejemplar, el avance de Mermoz por encima de dificultades y desastres. Aterrizajes forzados en la mitad del desierto, largas caminatas bajo el imperio de una sed inaguantable, fallas mecánicas que obligaron a Mermoz a posarse milagrosamente entre los farallones andinos, desde allí, despegues de vértigo. Y una camaradería permanente y fiel con mecánicos y navegadores, y sobre todo con los demás pilotos, entre los que estuvieron otros insignes aviadores:  Henry Guillaumet , Vicente Almandos Almonacid y el mismo Antoine de Saint-Exupéry. Jean Mermoz había nacido el 1901. Ícaro al fin, encontró la muerte en un punto indeterminado del Atlántico precisamente el 7 de diciembre de 1936. Jean Mermoz supo hacer de la osadía y la tenaz disciplina una vocación ejemplar.

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Del inolvidable Francisco Martínez Negrete, quien sigue ardiendo, incombustible, más allá de la muerte y el olvido. Pocas voces tocaron el rodar de los años con la entrañable lucidez del poeta, siempre generosamente encrespado, y siempre dueño de una llama fraterna.

Señas

Hay una marcha redoblada en el silencio
la suma de los muertos que hablan por tus labios
una mañana gris entre las chimeneas
hay un futuro incierto
un camino que va de la ventana al cielo
un viento que trae el amor la tristeza
una palabra cálida como pan recién horneado
una vida a compartir una muerte anhelante
un trapecio mortal de latido a latido
un rosal en tus venas
un horizonte a punto de nacer en tu mirada.

jpalomar@informador.com.mx

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