Jueves, 18 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Van llegando las nubes como una flota de naves sobre el azul despiadado de los cielos que agudizan sus calores hasta la aparición del temporal. El jardín espera y se reconcentra ante el comienzo de las aguas. Del jazmín cabe decir que prosigue en su anual poda mientras recupera su brío. Pájaros inopinados cruzan los aires entre trinos alegres y optimistas.

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Del temor y el temblor. Más allá de las anchurosas calles se levantan a veces las ruinas de lo que alguna vez fueran los cascos de las antiguas haciendas. Entre los arcos vencidos por el tiempo o la incuria pudieran leerse unas líneas de la Oración Vesperal de Alonso Quesada:

La tarde muere, y tiene
todo el dulce color de mi recuerdo
porque cuente la historia de mi vida,
que muera así la tarde se ha dispuesto.

El lejano sonido de una esquila
pone en la brisa un pastoral comento,
que al perderse a través del cielo malva
hace brotar la rosa de un lucero.

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De la batea de las postales. Dos de la tierra del agave: La imagen se divide casi simétrica. A la izquierda ascienden por la loma las olas azulosas de los magueyes aguerridos y altivos. La parte derecha empieza apenas a poblarse con esa planta y venas de suelo rojizo ascienden rumbo a la cumbre. El horizonte ondula y unos cuantos árboles acentúan su perfil. Otra: el suelo revela sus quebradas y abismos ante la lectura del ojo del uniforme tejido de los agaves. Bien formados, como un ejército de buenas nuevas, aguardarán, pacientes, la madurez aún lejana. Otras dos fotografías, estas de Adolfo Romero. La punta de la torre más alta de Nueva York es como la aguja de un imantado cielo que ofrece ahora un lujoso surtido de nubes y claroscuros. Y el imán genera a su rededor campos diversos que ocupa atenta una plétora de edificios. La otra fotografía corresponde al agreste campo del occidente mexicano. Una sierra bravía, cruzada con vetas blancas ancla a lo lejos la perspectiva, mientras que algunos follajes oscuros dan su densidad al paisaje todo. Un lienzo de piedras que se adivinan ardientes cierra al pie de la visión el fugaz instante en que todo sucede.

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Vasos que vienen de lejos, que apagaron la sed de quienes se han ido. Reposan ahora, expectantes, sobre la mesa. Cuenta la conseja que allí quedaron el santo y la seña, el genio y la figura de los que alguna vez compartieron en ellos sus saludes.

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