Jueves, 25 de Abril 2024

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El bachillerato en Francia

Por: María Palomar

El bachillerato en Francia

El bachillerato en Francia

Según el Diccionario de la RAE, la palabra “bachiller”, de uso muy antiguo en español para designar a quien había obtenido el primer grado universitario, proviene del francés “bachelier”; de ahí para atrás, los filólogos tanto españoles como franceses están de acuerdo en que su etimología es incierta. En la historia del mundo hipánico, desde el siglo XVI hasta el XVIII hay incontables personajes con ese título, que implicaba que habían pasado por las aulas de las facultades de Derecho, Cánones o Medicina.

Ahora el diploma de bachillerato marca el término de los estudios secundarios y la posibilidad de acceso a los superiores. Esto es una herencia napoleónica, ya que se implantó primero en Francia por Decreto Imperial del 17 de marzo de 1808.

Desde entonces, entre los franceses, el bachillerato ha sido una institución totémica, sagrada, tanto en las monarquías subsecuentes como en la República, y cada que se acerca el mes de junio miles de temerosos adolescentes e igualmente nerviosos papás se enfrentan a ese rito de paso, que en la mayoría de las familias es una cuestión casi casi de honra. Pero también se reviven los incontables debates alrededor del tema: que si el bachillerato es realmente útil, que si ha perdido calidad y profundidad, que hay demasiados profesores “barcos”, o al contrario; que si habría que abolirlo o, al revés, rigidizarlo… a lo largo de su más que bicentenaria historia, no pasa un año sin que la prensa francesa se enfrasque en esas controversias.

Originalmente los exámenes eran exclusivamente orales y consistían en una discusión de entre 30 y 45 minutos entre el candidato y el jurado (compuesto por profesores universitarios) sobre todo acerca de los autores griegos y latinos, la historia, la geografía y la filosofía. Sólo se permitía presentarse al examen a los mejores alumnos de los liceos (que en el siglo XIX atendían a no más de un 2 a 3 por ciento de la población) y los sinodales calificaban no con números, sino con una apreciación del desempeño del candidato (a mediados de ese siglo, curiosamente, hubo una época en que se calificaba simplemente con “bola negra” o “bola blanca”, como en los clubes para vetar a los aspirantes).

Sólo se permitía presentarse al examen a los mejores alumnos de los liceos (que en el siglo XIX atendían a no más de un 2 a 3 por ciento de la población) 

En la primera promoción, la de 1809, hubo sólo 31 estudiantes examinados. Todavía en la década de 1960, apenas un adolescente de cada diez era candidato; en cambio, ahora es casi excepcional quien no lo es. Esa democratización creciente y la expansión de los números han hecho que inevitablemente se oigan quejas acerca del descenso de la exigencia en los exámenes, que siguen siendo tanto orales como escritos y movilizan a un gran número de docentes para corregirlos, además de los muchos que se requieren para vigilar la aplicación de las numerosas pruebas escritas, pues cada estudiante presenta varias (suelen ser en forma de ensayo, nada de “opción múltiple”, y por lo tanto implican al menos un par de horas para escribir).

Para suerte de los franceses, sigue habiendo una mayoría de opinión que busca mantener el principio elitista y de calidad en los exámenes, aunque no cabe duda de que, desafortunadamente, sí ha bajado el nivel general (como se constata incluso en la redacción de los periódicos importantes).
 

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