Jueves, 18 de Abril 2024

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Enrique Alfaro y el presupuesto como un arma

Por: Isaack de Loza

Enrique Alfaro y el presupuesto como un arma

Enrique Alfaro y el presupuesto como un arma

Cuando Enrique Alfaro gobernó Tlajomulco, entre 2010 y 2011, construyó su imagen pública de una forma diametralmente opuesta a la actual. Frente a micrófonos y grabadoras siempre cuidó mostrarse como un político distinto: ejecutor, progresista y, aunque suene increíble, carismático.

Él fue el primero en Jalisco en regalar uniformes escolares a los niños de primaria, y cada alumno en Tlajomulco conocía su nombre y apellido. En alguna ocasión le preguntaron qué sentía al respecto. “Es que me parezco a Barney”, respondió entre carcajadas.

Esa algarabía al verlo entrar a cualquier espacio no era fortuita, pues durante los dos años que duró su mandato –puesto al que llegó bajo el cobijo del hoy agónico PRD– Enrique Alfaro le cambió la cara al municipio.

Con muy poca resistencia entre los regidores, logró construir un edificio administrativo de primer nivel, modernizó el malecón de Cajititlán, le cambió el look a la Avenida Adolf Horn, construyó unidades deportivas realmente innovadoras y hasta le puso un nuevo piso al Centro Histórico.

Por si fuera poco, se sometió al primer ejercicio de ratificación de mandato en México. Nada iba a pasar si lo perdía porque no tenía validez oficial, pero 96% de los 18 mil ciudadanos que participaron en él votaron por que se mantuviera al frente del Ayuntamiento. La oposición, que la había, pasó completamente inadvertida ante el fenómeno Alfaro.

Con esa euforia y bajo el cobijo de ciudadanos y empresarios, el alcalde de Tlajomulco contendió con Movimiento Ciudadano en la elección de 2012 por la gubernatura, donde perdió ante el priista Aristóteles Sandoval por una diferencia de menos de 150 mil votos. Con un partido pequeño y sin estructura, hizo sudar al poderoso PRI que vació la cartera hace 10 años.

Después se asumió en el frente opositor y mantuvo su popularidad. Tanto así, que luego de tres años contendió por la alcaldía de Guadalajara y aplastó al entonces candidato priista y hoy rector de la UdeG, Ricardo Villanueva, con una diferencia de dos votos contra uno a su favor. La “ola naranja” llegó a otros municipios metropolitanos, como Zapopan, Tlaquepaque, y sus asesores lo convencieron de que todo había sido gracias a él.

Y desde ahí, lo perdimos.

La megalomanía, dicen quienes saben, es un trastorno de la personalidad que no sólo siembra en las personas (o, en este caso, políticos) una idea de grandeza desmedida, sino que provoca un carácter voluble y hasta agresivo. “Son personas de difícil trato que pueden sentir que el mundo no los merece, pero también creen que son los salvadores del mundo”, dice el académico Mario Esparza, profesor e investigador del Centro de Evaluación Psicológica de la Universidad de Guadalajara.

Hoy, con una gubernatura dignamente ganada en 2018, que además provocó una “ola naranja” todavía más grande que la de 2015, aquel político carismático se transformó.

Él se asumió como el gobernante que “Dios decidió” para estar al frente de la pandemia, no se convenció de haber tomado decisiones erróneas como impedir el acceso a los supermercados a niños y personas de la tercera edad, restringir el paso del transporte público, instalar botones rojos en los comercios y hasta asegurar que, con la asesoría de dos ex secretarios de Salud, iba a acabar con la pandemia en ocho semanas.

Las críticas hacia estas decisiones lo hicieron perder los estribos en más de una ocasión.

Con ciudadanos de a pie, con madres buscadoras, con feministas, con los habitantes de Temacapulín, con dueños de talleres mecánicos, ciclistas y hasta reporteros, el gobernador ha sostenido desencuentros públicos que han puesto en evidencia su escaso autocontrol y la vena autoritaria que hoy ha llegado a tal punto de reconocer públicamente el castigo presupuestal contra quienes no piensan como él.

El ejemplo más claro hoy está en la Universidad de Guadalajara, a la que “su” Congreso del Estado castigó con 37 millones de pesos por ejercer su derecho a la libre manifestación de las ideas y ni “sus” diputados ni él mismo tuvieron reparo en aplaudir que así fue.

Hoy, todo luce bien si el dinero del Estado se va a entrevistas nacionales del gobernador para posicionar su imagen, a realizar encuestas telefónicas para conocer si es o no presidenciable, si se pagan desplegados en diarios de circulación nacional. El dinero público también se va en imponer línea editorial a medios de comunicación que impriman portadas a modo y en reforzar los recursos de los partidos políticos, aunque la fecha de la elección todavía esté lejos.

Hoy, el presupuesto está hecho a modo y se reparte a manos llenas para los aliados, y se recorta sin el mínimo análisis de impacto para las voces críticas.

Hoy, Jalisco tiene en su gobernador la antítesis de aquel Alfaro bonachón que construía en Tlajomulco un proyecto político digno con obras y resultados. Hoy, Jalisco tiene en su gobernador a un hombre que usa el presupuesto como un arma. La buena noticia es que Jalisco, con todos sus altibajos, es y seguirá siendo un lugar mucho más grande que el ego de quien gobierna con las vísceras.

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