Viernes, 29 de Marzo 2024
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La importancia de la historia

Por: Mario Luis Fuentes

La importancia de la historia

La importancia de la historia

El gran pensador Walter Benjamin sostenía, con plena razón, que la historia la escriben quienes resultan vencedores. Desde esta perspectiva, la historia es una narración articulada por una lógica discursiva que obedece a una ideología, es decir, a una visión política y a una visión en torno a qué es el poder y quién debe ejercerlo.

La narración de la historia es, desde ese punto de vista, una narrativa sobre la legitimación del poder: se constituye en una forma de describir al pasado, pero también de explicar al presente y de proyectar el futuro posible y deseable para las sociedades.

No es casual entonces, que en todo régimen se busque llevar a cabo una reinterpretación de la historia, ya sea a través de su olvido -que en sí mismo representa una lectura y una posición-, o bien a través de su relectura, de la recuperación de figuras históricas o de hechos considerados como trascendentales para la vida pública de un país o de una región.

Los eventos cívicos son por ello relevantes: porque dotan de significado y sentido a lo que ha ocurrido en el pasado para proyectarlo hacia el futuro; sin embargo, debe tenerse cuidado con convertir a un acto cívico en un mero evento de conmemoración de las efemérides del calendario.

Aquí es importante destacar el concepto de lo cívico: lo que forma ciudad, lo que está en la base de la ciudadanía porque en todo caso su noción está vinculada a la noción de lo democrático: aquello que se funda y que, al mismo tiempo, es el fundamento de la convivencia y cooperación colectiva. Es lo que permite la formación de lo público, en un sentido amplio, como aquello que es responsabilidad de todas y todos.

Llama la atención en ese sentido, el conjunto de eventos de conmemoración de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el texto fundamental que rige a nuestra vida pública, y sin el cual el orden democrático y el mandato irrenunciable para todo gobierno, relativo a la protección y garantía de los derechos humanos, sería una mera frase o un anhelo inexigible para las y los mexicanos.

Es la Constitución la base del orden institucional, es decir, el mundo de lo impersonal en el entramado público, que permite que los Estados funcionen más allá de figuras personales: es el espacio de construcción de los procesos de gobierno que materializan el mandato del orden jurídico.

Leer la historia mexicana debe llevarnos por ello que, una Revolución conducida y articulada por caudillos, para derrocar a otro caudillo, derivó en la redacción de un nuevo texto constitucional que tenía como propósito pasar a una vida institucional democrática, no de un solo hombre y de una sola voz; no de un pensamiento único, sino de un orden institucional que permitiera materializar el mandato que se dio a sí mismo el grupo revolucionario, de construir un país con justicia social.

Sin embargo, lo que no se asumió en el grupo triunfante de la revolución, es que el bienestar y la justicia social no son posibles sin una democracia plena; sin un régimen amplio de libertades que permita no sólo plantearse proyectos de vida personales, sino contar con los recursos requeridos para desarrollarlos.

La democracia o es social, o no es democracia, sostendría en algún momento Jorge Carpizo. Y tenía razón. Por ello, la relectura de la historia que se hace hoy, en lo que se ha planteado como un cambio de régimen, debe ser aprovechada para avanzar hacia la formación de una nueva cultura democrática, que apueste de una vez por todas por un régimen de instituciones funcional y con la capacidad de cumplir con lo que establece el mandato constitucional.

Las dos administraciones pasadas desperdiciaron el Bicentenario del inicio de la Independencia nacional, y los dos centenarios: el de la Revolución Mexicana y el de la Constitución Política. Eran fechas emblemáticas que debieron tomarse como punto de partida para el rescate social de México.

A este gobierno le corresponde la conmemoración del bicentenario de la culminación de la Independencia Nacional y los quinientos años de la caída de Tenochtitlán. Y ante los fracasos previos, lo exigible es que no se trate de una efeméride más; que no se reduzca otra vez a una kermés en el Zócalo; y que sea tomada como el punto de partida para un nuevo destino patrio democrático, diverso y sustentado en los derechos humanos.

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