Jueves, 25 de Abril 2024

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Reconfigurar los imaginarios

Por: Augusto Chacón

Reconfigurar los imaginarios

Reconfigurar los imaginarios

La queja constante hacia los gobernantes (del género que sean) es que la realidad que delinean en sus discursos, en sus proyectos, no congenia con aquélla en la que la mayoría se debate cotidianamente. Por supuesto, no existe una sola; una la pueden describir en los ámbitos rurales, del sur o del norte, de la costa o la montaña, otra la configura el imaginario de las personas en las grandes urbes, en las ciudades o pueblos, también diferenciada por el punto cardinal desde el que se narre; por si esta complejidad no fuera vasta, las variables anteriores (no son todas) se pueden multiplicar por estrato socioeconómico, por el nivel de estudios, por el género y la edad. Si alcanzamos a estimar una porción de lo anterior tendremos una idea, mera aproximación, de la pluralidad de realidades a las que las palabras de las autoridades, de cualquier índole, llegan, si acaso llegan.

No obstante, hay elementos comunes a todas ellas que alcanzan para configurar una común: la economía y sus efectos aprehensibles por todos, crisis, pobreza, dificultades, esperanza; la inseguridad pública, alguien de lo más recóndito de Oaxaca puede dialogar con una persona de lo profundo de Durango merced a códigos compartidos: la sensación de inseguridad, el miedo y las anécdotas, personales o cercanas, sobre sucesos que son carne de la nota roja; la injusticia, en cualquiera de sus modalidades, es parte de la trama de esa realidad que podemos llamar colectiva, nacional, así como la desconfianza o la certeza de que casi todo lo que proviene de los gobernantes es ajeno al paisaje de la vida verdadera, o le es propio al señalar a quienes han fallado en las tantas materias que traen a la gente a mal traer.

Podemos especular sobre qué es aquello que tapona los vasos comunicantes que van de lo que perciben y viven las y los ciudadanos, y lo que suponen los gobernantes: los prejuicios; del tipo: todos los políticos son corruptos y mienten con desparpajo. Y si un político-autoridad-gobernante no concita los prejuicios clásicos, no se salva de la sospecha, antesala del prejuicio. Y desde la otra vertiente, los políticos-autoridad-gobernante cuentan con sus particulares prejuicios, por ejemplo: la gente no entiende y no sirve de algo explicarle o no sabe lo que quiere y espera, feliz, a que le dicten lo que ha de hacerse; aunque si se trata un político de avanzada, desatenderá los prejuicios y nomás sospechará, con lo que se explica que algunos intenten remedos de consulta y de convocatorias a la participación social, pero únicamente hasta que el rumbo al que apunten esas graciosas concesiones no le convenga y deba echar mano, ni modo, de los prejuicios: no entienden, no saben lo que quieren o lo que sí se puede, etc. 

El diccionario de la Real Academia establece que prejuicio es el acto y efecto de prejuzgar, término que a su vez significa: “Juzgar de las cosas antes del tiempo oportuno, o sin tener de ellas cabal conocimiento”. Y de sospechar la entrada en la obra de la RAE reza: “Aprehender o imaginar una cosa por conjeturas fundadas en apariencias o visos de verdad”. “Desconfiar, dudar, recelar de una persona.” Para ser consecuentes con lo rancio de estos gestos sociales -el prejuicio y la sospecha- recurrimos a la decimoséptima edición de 1947.

En estas actitudes las fake news (embustes disfrazados como verdades) encuentran su fertilizante más eficaz: cada nota, de un medio confiable o mentira con piel de oveja, que sea consecuente con los prejuicios y sospechas que cada cual coleccionamos, merecerá credibilidad y así, caemos en un vicio que como cualquier otro no hace sino crecer para beneficio de sí mismo: entre más abono esparzamos a los prejuicios y sospechas más tendremos de estos, y difuminamos la posibilidad de la confianza, imprescindible para reparar los males que nos aquejan.

Pero estas señas de identidad no únicamente distinguen a los habitantes de este país superficialmente distribuidos en dos conjuntos: gobernantes y gobernados, contaminan al sustrato desde el que suceden las relaciones y las mediaciones sociales. Las indagaciones de las y los periodistas, en no pocos casos, están animadas por los mismos espectros, prejuicio y sospecha; buscar para hallar lo que quepa en esas categorías, y si no se da con ello, se desestiman las evidencias, ni pensar en que haya otras lecturas posibles para los sucesos, para los haceres de los personajes; o sea, constreñir la realidad, o dicho como corresponde al mes patrio: el prejuicio es primero, va mi sospecha en prenda.

Pero no sospechemos de los prejuicios, ni seamos prejuiciosos con la sospecha, en un ambiente tan crispado pueden ser argumentos de supervivencia; es decir, no se trata de ir al otro extremo del péndulo en el que ponemos la otra mejilla, y el resto del metafórico cuerpo, para recibir la consabida lluvia de bofetadas de la realidad. Demos un paso intermedio, intentemos partir de una hipótesis: “Suposición de algo posible o imposible para sacar de ello una consecuencia.” Y si es una de trabajo: “se establece provisionalmente como base de una investigación que puede confirmar o negar la validez de aquella.” Los gobernantes podrían poner en receso sus prejuicios (a menos, claro, que estos les rindan dividendos inconfesables) y cambiarlos por hipótesis, por ejemplo: las personas no entienden lo intrincado que es la toma de decisiones, y hacer lo necesario para, como dice en su acepción la RAE, confirmarlo o negarlo, con evidencias compartibles, no con prejuicios. Se llevarán una sorpresa, pero también los periodistas y la gente, pero sucede que esta última puede dar cuenta nítida de lo que no sirve y no le es útil del quehacer de los dos primeros, por tanto ¿a quién corresponde primero desuncirse de prejuicios y sospechas para dejar que los datos y las pruebas objetivas hablen? Sin importar que vayan en sentido contrario de la hipótesis original.

agustino20@gmail.com
 

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