Jueves, 18 de Abril 2024
Suplementos | Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario

La fe, una luz para confiar

Con la fe se ven las cosas, la vida, las personas con otros criterios, los de Dios y no los del hombre terreno

Por: Dinámica pastoral UNIVA

«“Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino». WIKIMEDIA/«Jesús curando al ciego cerca de Jericó», de Eustache Le Sueur.

«“Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino». WIKIMEDIA/«Jesús curando al ciego cerca de Jericó», de Eustache Le Sueur.

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Jer 31, 7-9.

«Esto dice el Señor:
“Griten de alegría por Jacob,
regocíjense por el mejor de los pueblos;
proclamen, alaben y digan:
‘El Señor ha salvado a su pueblo,
al grupo de los sobrevivientes de Israel’.

He aquí que yo los hago volver del país del norte
y los congrego desde los confines de la tierra.
Entre ellos vienen el ciego y el cojo,
la mujer encinta y la que acaba de dar a luz.

Retorna una gran multitud;
vienen llorando, pero yo los consolaré y los guiaré;
los llevaré a torrentes de agua
por un camino llano en el que no tropezarán.

Porque yo soy para Israel un padre
y Efraín es mi primogénito».

SEGUNDA LECTURA

Heb 5, 1-6.

«Hermanos: Todo sumo sacerdote es un hombre escogido entre los hombres y está constituido para intervenir en favor de ellos ante Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. Por eso, así como debe ofrecer sacrificios por los pecados del pueblo, debe ofrecerlos también por los suyos propios.

Nadie puede apropiarse ese honor, sino sólo aquel que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. De igual manera, Cristo no se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote; se la otorgó quien le había dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. O como dice otro pasaje de la Escritura: Tú eres sacerdote eterno, como Melquisedec».

EVANGELIO

Mc 10, 46-52.

«En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.

Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino».

El misterio de la vida humana

La vida humana está llena de incógnitas y de misterios. Somos como aquella divinidad de la mitología romana, Jano, que tenía una cabeza, pero dos caras: contradictorias, volubles, inconstantes. Capaces de derramar bondad a nuestro alrededor y, al mismo tiempo, capaces de herir y de dañar a los que entran en el entorno de nuestras vidas; capaces de crear belleza y de destruir; capaces de dar vida y de matar. Y, aunque nuestra vida ciertamente nos proporciona muchos momentos de gozo y de alegría, sin embargo, va quedando orlada de un halo de sufrimiento, acrecentado por la certeza de la muerte, que nos duele y que nos lleva, una y otra vez, a la pregunta por el sentido de nuestra vida; pues tantas veces nos sentimos débiles, desorientados y ciegos. Y como el ciego Bartimeo gritamos: “Jesús, hijo de David, ¡ten compasión de mí! … que pueda ver”. Y la respuesta: “Vete, tu fe te ha salvado”. La pregunta es la vida y la respuesta es la fe.

El sufrimiento y la muerte cubren de un manto de negra oscuridad la vida humana. El sufrimiento y la muerte de los demás nos hiere, nos duele y nos indigna. Nuestro sufrimiento y nuestra muerte cimbran hasta lo más hondo nuestras vidas, nos hacen temblar y gritar al silencio: ¿Por qué? Y el silencio nos devuelve, de nuevo, la fe por respuesta: “Retorna una gran multitud; vienen llorando, pero yo los consolaré y los guiaré” (Jer 31, 8) … “Al ir iban llorando, cargando la semilla; al regresar, cantando vendrán con sus gavillas” (Sal 125).

La única respuesta para asumir nuestra vida humana tal como es -la respuesta que nos anima y nos lanza a seguir caminando con alegría, con esperanza, con amor- consiste en arrojarnos confiadamente en la promesa de nuestro sumo sacerdote Jesucristo, que sabe del dolor del sufrimiento y de la negrura de la muerte, ya que él mismo quedó envuelto en el abismal misterio de la vida humana. Y con él y en él escuchamos la palabra del Padre: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”.

Héctor Garza Saldívar, SJ - ITESO

“La fe, una luz para confiar”

¿Puede alguien ser feliz en medio de la enfermedad, del sufrimiento, de la prueba? Si Dios es tan bueno, tan poderoso, tan generoso, tan misericordioso, ¿por qué existe la maldad en el mundo, la pobreza, el hambre, la soledad? Son preguntas o expresiones frecuentemente usadas por aquellas personas que, cómodamente, hacen culpable a Dios de todo ello; que determinan la felicidad del hombre bajo criterios de este mundo.

Es cierto que el tener que enfrentar alguna de las situaciones antes mencionadas nunca será tarea fácil, son momentos difíciles de sobrellevar, donde la vida parece perder su brillo, donde más trabajo cuesta confiar, esperar, ser paciente, ser creyente. Momentos como los que nos han tocado vivir en estos últimos meses a razón de la pandemia nos hacen estar ahí, en la desesperanza, en la enfermedad, en el sufrimiento, en la soledad, en las sombras. Buscamos, desesperadamente, claridad, certeza de un mejor mañana, el fin de algo que parece llegó para quedarse en nuestro día a día.

Es por eso que Dios, en medio de estos días oscuros y difíciles, nos ofrece un evangelio lleno de luz, de esperanza, de vida. Bartimeo, un mendigo ciego viviendo de las limosnas de la gente. Este hombre se nos ofrece como un buen modelo de fe resuelta, tenaz, que no se avergüenza de gritar su necesidad y reconocerse limitado. Cuando se presenta su oportunidad, quita cualquier estorbo y de un salto se acerca a Jesús. Una vez curado, lo sigue con la misma fe que lo sanó.

Esto nos habla de la fe como el equivalente a estrenar ojos nuevos para ver la vida, el mundo y los hombres desde Dios, para iluminar y dar sentido a la existencia individual y comunitaria de cada día, para entender la realidad personal, familiar, social, incluso cuando no se les ve ya valor alguno. La fe es luz para confiar y tender la mano, para perdonar, para servir; en definitiva, para amar al hermano.

La fe es la gran sabiduría de lo alto, el mayor tesoro por el que vale la pena dejarlo todo. Porque con la fe se ven las cosas, la vida, las personas con otros criterios, los de Dios y no los del hombre terreno.

Necesitamos la fe para captar la presencia de Dios en la historia humana, en el camino personal de cada uno, y sobre todo en la persona de Jesús, el gran signo del Padre. De lo contrario los acontecimientos de cada día no pasarán de ser meros sucesos fortuitos, cuando no absurdos, simple resultado de circunstancias aleatorias; y no, como de hecho lo son, historia en que Dios nos ama y nos salva.

Creer para ver y amar para creer. Aquí tenemos los dos tiempos de un mismo ritmo. Claro es que para conseguir esto habremos de repetir con frecuencia la oración de fe del ciego del camino. Señor, que yo pueda ver, que te vea presente en el curso de la vida, en los hombres y en los hechos diarios para descubrir los signos de tu presencia salvadora y de tu llamada amorosa.

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