Y a mí que ya me andaba por matrimoniarme, con tal de utilizar el flamante patronímico que me distinguiría, hasta que la muerte me separase del guapo señor que me adoptó como esposa. Dos eran mis entusiastas motivaciones para modificar mi apelativo y rúbrica; la primera, que en lo sucesivo se me reconocería como la portadora de un apellido de altura significativa y, a su vez, mis hipotéticos vástagos heredarían uno de idénticas dimensiones. Sería yo la señora del Castillo de Torres, y mis hijos agarrarían más lustre como la generación Torres del Castillo.La segunda y, definitivamente, más importante era que, esperando contar con la comprensiva venia de mi progenitora, evitaría yo utilizar el apellido que ella me heredó y que traía a la mente de los de mi generación, por un lado, a un torpe burócrata de comedia que apodaban como “Godinitos” y, por otro, al “Trifoncito” Godínez, uno de los amigos del barrio de Memín Pinguín, añadiendo el bullying verbal del que era yo la inocente víctima.El asunto empeoró cuando, de la noche a la mañana, quién sabe por obras de qué maldoso amargado, tan deslustrada nominación se convirtió en sinónimo de inútil, perdedor, mediocre, poca cosa y todos los adjetivos despreciativos con que cuenta nuestra gloriosa lengua. Y que me perdone mi difunta madre, pero siempre me resultó menos penoso enunciar que mi nomenclatura completa era del Castillo de Torres, en sustitución del ominoso del Castillo Godínez.Mas, resulta que, imagino que en correspondencia con la liberación femenina que se desató y pegó duro hasta casi los años noventa, a las mujeres se nos redimió de la imposición de utilizar la preposición “de”, que antecedía el apellido del cónyuge propio, para eliminar que se nos considerara como pertenencia de un sujeto que ni de la familia era pero, para esos entonces, para mi pura mala suerte, ya había yo adquirido pasaporte, visa y licencia de manejo con el llamado “nombre de casada”, y no quisiera aburrirlos con la descripción de los enredados berenjenales que, desde entonces, he tenido que sortear para asentar mi identidad y demostrar que con el “de Torres” que había venido utilizando porque antaño lo demandaban las normas sociales y el más reciente “Godínez” que me exigió el IFE antes de que lo renombraran como INE, soy la mismísima individua.Dicho margayate comenzó a mostrar signos de descomposición a partir de que me robaron un auto y, a la hora de pretender que el seguro cumpliera con su compromiso de amortizarme la suma pactada por tan desastroso inconveniente, se hizo rosca por la sencilla razón de que la factura de la unidad esquilmada aparecía con mi nombre de soltera y no coincidía con el de casada que figuraba en el pasaporte que presenté como identificación, toda vez que unos meses atrás, mi credencial de electora, con todo y cartera, tarjetas y centavos había pasado a las manos de otro amante de lo ajeno.Solo porque Diosito es grande y asiste a sus hijos en desgracia, fue que encontré entre mis nutridos haberes en papel una copia de la desaparecida credencial del IFE que el roñoso seguro resolvió aceptar como identificación válida porque, de no haber sido así, el orondo caprichito de sustituir mi segundo apellido original me habría salido tan caro como la cerveza que venden a precio de camión.Con tal experiencia en mente, decidí gestionar recientemente mi nuevo pasaporte utilizando el patronímico heredado de mis padres, y sin pensarlo dos veces lo habría hecho, si no me demandara un pago adicional por tal motivo y la espera de dos meses para su entrega. Francamente, me resultaría más económico y expedito promoverme un divorcio exprés.