En un momento en que México enfrenta una creciente incertidumbre económica —marcada por el retorno de aranceles unilaterales impulsados por Donald Trump, el estancamiento en el crecimiento económico nacional y las advertencias sobre una posible recesión—, el debate público parece girar en torno a indicadores abstractos: crecimiento del PIB, balanza comercial, inflación o tasas de interés. Sin embargo, detrás de estas variables se oculta la pugna por el control de los recursos y los territorios. Lo que está en juego no es únicamente el rumbo de la economía nacional o global, sino la arquitectura misma de un orden internacional que privilegia la concentración, la desigualdad y la apropiación geopolítica de los recursos aún disponibles.El discurso dominante sostiene que la economía global, regida por el libre mercado, se articula a través de mecanismos de competencia abiertos, dinámicos y meritocráticos, en los cuales las empresas innovadoras ascienden por su eficiencia y creatividad. Sin embargo, esa narrativa no solo es incompleta, sino profundamente engañosa: oculta que el orden económico contemporáneo está dominado por un sistema profundamente oligopólico, donde un número reducido de conglomerados corporativos, que representan los intereses del 1% más rico del planeta, concentran más del 50% de la riqueza mundial.Este orden no es producto del azar: el desmantelamiento de las regulaciones públicas en múltiples regiones del mundo, y la captura corporativa de las decisiones políticas han creado un ecosistema económico en el cual los grandes capitales no sólo dominan los flujos de inversión y producción, sino también moldean las reglas del juego global: desde los tratados de libre comercio hasta las políticas fiscales, pasando por las agendas de investigación científica.El segundo mito que refuerza este andamiaje ideológico es la afirmación de que la disputa por la hegemonía económica mundial se da en el terreno del conocimiento científico y tecnológico. Sin negar que la innovación y la tecnología son hoy campos cruciales para la reproducción del poder económico, es necesario advertir que estos ámbitos no son autónomos ni inmateriales. La producción de ciencia y tecnología —desde los semiconductores hasta los autos eléctricos, pasando por los satélites y las telecomunicaciones— depende críticamente del acceso a recursos naturales y materiales cada vez más escasos: metales raros, litio, cobalto, níquel, grafito, tierras raras, así como agua, energía y territorios bajo control.El relato tecnocientífico dominante intenta hacernos creer que el progreso es inmaterial y que el conocimiento puede expandirse infinitamente sin consecuencias ecológicas; sin embargo, la geopolítica de los minerales estratégicos y el control del agua están en el corazón de los conflictos contemporáneos: desde las tensiones en el Sahel y la Amazonía, hasta la disputa por el acceso al Ártico, el Pacífico Sur o los salares de América Latina. La guerra tecnológica entre potencias es, en el fondo, una lucha por el control de recursos estratégicos. En esa pugna, la ecología queda subordinada al poder y el conocimiento deviene instrumento de dominación, no de emancipación.Lo más preocupante es que este marco narrativo también invisibiliza que el acceso, la propiedad, la gestión y la gobernanza del agua y del territorio son asuntos esencialmente políticos. A nivel nacional, los conflictos por el agua revelan las profundas desigualdades entre comunidades, industrias extractivas y sectores agrícolas de exportación. A nivel internacional, el control de las cuencas, los acuíferos transfronterizos y las reservas estratégicas se ha convertido en un tema de seguridad nacional. En otras palabras, el territorio y el agua no son meras “mercancías neutrales”: son elementos geopolíticos que estructuran soberanía, posibilidades de justicia ambiental y la viabilidad misma de los pueblos y la vida en la Tierra.Frente a esta realidad, es fundamental desmontar la fantasía de una economía global desanclada del mundo físico. Por ello, urge una nueva economía política que deje de romantizar la idea del mercado autorregulado y comience a pensar el desarrollo desde el cuidado de los territorios, la distribución justa de los recursos y la democratización de las decisiones sobre el futuro común.