Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Espacio público y trago Amargo

Por: Diego Petersen

Espacio público y trago Amargo

Espacio público y trago Amargo

Definir los usos del espacio público es quizá uno de los temas más complejos para cualquier administración. El límite de los usos de la calle no es fácil, trazar la línea entre el derecho personal al uso del espacio público y la apropiación de lo que es de todos es un debate eterno. El caso de Flor Amargo, conocida internacionalmente y que las autoridades tapatías levantaron cuando daba un concierto en el centro de la ciudad (haciendo con ello, diría Monsiváis, una declaración patrimonial de su ignorancia) debe servir no solo para ofrecer disculpas, como lo hizo el alcalde Ismael del Toro, sino para delinear criterios del uso del espacio público.

Uno de los peores vicios en el manejo del espacio público es la tendencia a la privatización. Sea porque las autoridades concesionan para desentenderse de ellos -los casos más emblemáticos son sin duda el estadio de atletismo, hoy de Charros, y el de voleibol, hoy de Astros-, sea porque alguien decide que eso es de su propiedad, como los viene-viene, los que creen que en su banqueta nadie se debe estacionar porque la calle es suya, hasta los vendedores y puestos ambulantes de todo tipo. No deja de ser curioso que las autoridades suelen ser más condescendientes para ceder el espacio público, cuando se trata de un negocio y grandes empresas, y más displicentes cuando alguien busca sobrevivir, pero ese es otro tema. 

Pero el problema no es de los burócratas, sino de las instrucciones y órdenes que reciben. 

Más complejo aún es cuando se trata de una manifestación cultural. El grafiti es sin duda el caso más extremo, pues las expresiones en bardas ajenas suelen ser muy poco aplaudidas por el dueño de la propiedad, sin embargo, llega un momento en que el grafiti se convierte en una verdadera obra de arte digna no solo de admiración, sino del cuidado por parte de las autoridades. En las expresiones musicales o de artes escénicas normalmente nadie las molesta, pues se entiende que desde el organillero o el grupo musical latinoamericano cantando “chogüí, chogüí” hasta el violinista solitario o una atrevida pianista como Flor Amargo representan expresiones culturales que no solo no deben ser inhibidas, sino por el contrario, promovidas por las autoridades como parte de los atractivos de un centro histórico. 

¿Dónde está la línea entre uno y otro?, ¿quién lo define?, ¿con qué criterios? Ese es el problema. Las autoridades tapatías actuaron con lógica estrictamente burocrática: si contraviene el reglamento no debe existir y lo que hicieron fue un oso monumental. Pero el problema no es de los burócratas, sino de las instrucciones y órdenes que reciben. Eso es en todo caso lo que se debe revisar.

(diego.petersen@informador.com.mx)

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