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La Semana Mayor

La Semana Mayor
Era costumbre observar la Semana Mayor y salir de vacaciones en la semana de Pascua. Las familias tapatías eran muy devotas y dedicaban esos días de asueto para las prácticas religiosas tan acendradas en nuestra sociedad de antaño.
De esta manera, el Domingo de Ramos se acudía a la misa de la bendición de las palmas, que daba inicio a la Semana Santa y se aprovechaba para enterarse de las actividades que se realizarían en el templo durante el Triduo Sacro.
La ciudad experimentaba un cambio sustancial; muchos comercios cerraban toda la semana; los cines quitaban de la cartelera cintas que no tuvieran contenido religioso y exhibían las clásicas como Ben Hur, Los Diez Mandamientos, El Manto Sagrado, Demetrio el Gladiador, El Mártir del Calvario, Barrabás, Quo Vadis, La Biblia, Marcelino Pan y Vino, y muchas estaciones de radio suspendían su programación o ponían música clásica.
El transitar de los vehículos se hacía más lento y predominaba el silencio y el recogimiento. Ni se cantaba ni se silbaba, era un ambiente de tristeza y de dolor.
Por las mañanas iba uno a la lectura de los Laudes y había quien se quedaba para hacer un Viacrucis y aprovechaba para confesarse con el fin de estar en estado de gracia y comulgar en la misa del jueves o en la acción litúrgica del viernes y cumplir con el precepto.
El Jueves Santo la ciudad quedaba casi desolada. Ocasionalmente se veía pasar un carro, los camiones iban a vuelta de rueda, la gente estaba en su casa, y por la tarde se iba a la llamada Misa Crismal; en los templos y parroquias se convocaba a los niños que iban a la Doctrina a que participaran como apóstoles en la Misa de la Institución de la Sagrada Eucaristía, donde les lavarían los pies; a mí me tocó ese privilegio y recuerdo que mi mamá, que sabía coser, bordar y tejer, me hizo mi túnica de apóstol, me pintaron una barba y ahí estuve en la banquita como uno de los doce. Mi túnica era la más bonita, perdonando la inmodestia.
Terminada la misa vespertina de la Cena del Señor, se reservaba el Santísimo y se colocaba el Monumento; después de un momento de oración, iniciaba la visita de los 7 templos, para admirar la creatividad y solemnidad de los monumentos y también para comprar las clásicas empanadas de Cuaresma.
Casi todo mundo iba al centro porque allí estaban cerca la Catedral, La Merced, Santa María de Gracia, San Francisco, Santa Teresa, San José, El Santuario, San Juan de Dios, El Pilar, El Carmen, El Expiatorio.
Por cierto, por si no lo sabe, la tradicional visita es la remembranza de las llamadas 7 casas o palacios a los que fue llevado Cristo durante su juicio: los palacios del Sumo Sacerdote Anás, el de Caifás, la fortaleza Antonia de Pilatos, de nuevo con Caifás, otra vez con Pilatos, remitido a Herodes y, finalmente, a Pilatos, que después de lavarse las manos entregó a Jesús a la guardia pretoriana para su ejecución.
El Viernes Santo íbamos al Viacrucis. No sonaban las campanas; se convocaba a los fieles con las matracas porque todo era silencio, recogimiento y devoción. Íbamos al Sermón de las Siete Palabras, al Sermón de las Tres Caídas a las tres de la tarde, con aquellos inolvidables oradores sagrados como el canónigo José Ruiz Medrano, el excelentísimo don Francisco Orozco y Jiménez, don Armando J. de Alba y Anacleto González Flores, un laico de enorme oratoria.
Por la tarde, la adoración de la cruz, el Rosario del Pésame, la Soledad de María; prácticamente pasaba uno todo el día en templo y solo regresaba a su casa a comer, porque además el Viernes Santo obligaba el ayuno y la abstinencia. Los fieles acudían con mucha piedad y respeto a la iglesia, la mayoría vestidos de negro o en colores oscuros.
El Sábado Santo, después del oficio de Tinieblas en Catedral, esperaba uno la hora de la misa de la Resurrección del Señor, una celebración muy larga, pues tiene nueve lecturas: siete del Antiguo Testamento y dos del Nuevo Testamento.
El Domingo de Pascua iniciaban las vacaciones. Íbamos a conocer el Distrito Federal viajando en el Pullman; otras familias iban a Chapala, a Tapalpa, a Mazamitla, a Cuyutlán, a la Ola Verde, a Barra de Navidad, al incipiente Puerto Vallarta, a San Blas... la ciudad quedaba vacía.
Aquí cerramos momentáneamente el libro de mis recuerdos. Le damos la vuelta a la página y hasta la próxima semana, ya saben, en EL INFORMADOR, si Dios nos presta vida y licencia.
lcampirano@yahoo.com
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