Cuántos bellos recuerdos llegan a mi mente cuando evoco aquellas maravillosas tardes de mi infancia en las que, en compañía de mi añorado hermano Francisco Gabriel y nuestros amigos, nos íbamos a explorar hacia “los llanitos”.En esos tiempos ya ahora lejanos, había muchos terrenos en nuestra ciudad que estaban sin construir, y algunos ni siquiera estaban delimitados; si acaso un vallado o una cerca de alambre de púas de tres hilos, medio desvencijada, nos ofrecía el campo apropiado para la aventura, y les llamábamos “los llanitos”.Incontables camichines, guamúchiles, arrayanes, naranjos, guayabos y los clásicos pirules y eucaliptos. Armados con una resortera y alguna que otra rama o varita, íbamos caminando a ver qué encontrábamos: lo mismo vacas pastando o borreguitos, que al campesino que traía arreando a su burrito cargado de leña, o al jinete montado en su caballo, o un corral con gallinas y uno que otro guajolote.Y había mucho que ver, que hacer y que disfrutar. Nos subíamos a los árboles de guayabo a cortar sus frutos, la mayoría verdes y una que otra madura, que sin lavar, solo la restregábamos en el pantalón y a la boca. Aunque a mí me aconsejó mi mamá abrirlas por la mitad y observar la guayaba cuidadosamente, a ver si no se veía algún movimiento en su interior entre las semillas, pues podría traer su correspondiente gusanito.También recogíamos del suelo guamúchiles o cortábamos arrayanes o naranjas agrias que servían para el agua fresca, siempre ayudados de nuestra correspondiente rama o una vara larga. Caía la tarde; el sol de esas horas, siempre benévolo, nos mantenía a buena temperatura; el débil viento que sopla siempre del occidente en nuestra ciudad nos despeinaba, y el techo azul del cielo, con las nubes blancas y las grises a lo lejos que nos advertían de la proximidad de una tormenta, era ese escenario bucólico, extasiante, en una palabra.A veces nos acostábamos a mirar las nubes y las formas caprichosas que tenían, y les dábamos significado y nombre, y allí veíamos lo mismo osos, tigres, lobos, patos, dragones, y les encontrábamos parecido con las caras de gente conocida, y admirábamos cómo iban las nubes “volando” entre el azul del cielo, todo enmarcado con un silencio casi total, solo interrumpido por el mugir de una vaca, los cascos de un caballo allá a lo lejos, el berreo de los corderitos o allá arriba el paso de un furtivo avión. En suma, un fabuloso escenario.Una de nuestras aventuras favoritas era capturar a los mayates para atarlos y ponerlos a volar como si fueran avioncitos, y al cabo de un buen rato de diversión los desatábamos para que recuperaran su libertad y les agradecíamos habernos dado momentos de entretenimiento. También no nos cansábamos de andar persiguiendo chapulines que, entre salto y salto, nos iban llevando por donde querían, y muchas veces quedábamos en tierra por haber pisado un hoyo en medio de la persecución, entre las risas de los demás.En los charquitos llegamos a ver ranas que jamás capturamos: primero, porque no es fácil hacerlo; segundo, porque no sabíamos diferenciar entre un sapo o una rana; y además, mi mamá me decía que no fuera a agarrar sapitos porque eran venenosos, y una tía me había dicho que si me le quedaba viendo a una rana directo a los ojos me hechizaría, e hice caso. Siempre les tuve respeto y he guardado prudente distancia con esos animalitos.Aunque traíamos resortera, yo no recuerdo que alguno de nosotros hubiera cazado un pajarito; más bien la usábamos para bajar a pedradas la fruta cuando no la podíamos alcanzar con un palo. Pero bueno -inocencia al fin-, cuando así lo hicimos, el hallazgo era infortunado, pues estaba en el suelo en pedazos.Por todos los rumbos de la ciudad estaban esos enormes baldíos y campos de siembra. A mí me tocó ir a recoger jícamas a un terreno donde poco después estuvo la cancha Anacleto Macías “Tolán”, el eterno masajista del Club Deportivo Guadalajara, y que ahora ocupa un centro comercial en la esquina de Colomos y López Mateos. Las jícamas las vendían por melgas, en donde cada surco era una melga, y en más de alguna ocasión, en esos inacabables llanitos, hubo quien nos las regalara, lo mismo pepinos que ciruelas. “Tomen las que gusten”, nos decían los labriegos o los dueños de la parcela. En aquel tiempo la gente era más hospitalaria, más amable, más solidaria.Ya entrada la noche, cuando emprendíamos el regreso a casa, cansados de correr, de gritar, de contarnos cuentos, cual más de fantásticos, en los que no faltaba el que empezara a hablar de fantasmas, de muertos y aparecidos, nos encantaba ver las luciérnagas, que con sus lucecitas parecían avioncitos y eran dificilísimas de atrapar. Y junto con el croar de las ranas o el rechinar de los grillos eran el mejor efecto de sonido de esa hermosa película en la que éramos los protagonistas y el escenario, los llanitos.No nos alejábamos mucho de nuestras casas, aunque teníamos un buen sentido de orientación, pero teníamos que regresar temprano y la obediencia era absoluta. Nuestras mamás nos dejaban ir a los llanitos porque confiaban en nosotros, y además la ciudad era tranquila y segura, y eso nos permitía disfrutar del aire libre, del campo, del sol, de los animalitos, de los frutos de los árboles y del suelo, del cielo estrellado, de atardeceres maravillosos y, lo mejor, nos esperaba mamá con un pan recién horneado, cuyo inolvidable olor lo percibíamos cuadras antes de llegar, y ya la merienda estaba lista con su infaltable y espumoso chocolate, que por aquellos tiempos se preparaba en un jarro de barro y se espumaba con un molinillo, utensilio de cocina de madera que tiene pliegues y anillos que facilitan el espumado del chocolate, y le da otro sabor, porque la verdad, en licuadora no sabe igual. ¿Marcas? Ibarra, Morelia Presidencial, Dos Hermanos o Abuelita, daba igual; el toque y el mejor sabor se lo daba mamá.Cerramos la página por ahora. Espero contar con su lectura, si Dios quiere, el próximo domingo aquí en EL INFORMADOR. Disfruten su desayuno.lcampirano@yahoo.com