Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Matar al profeta

Por: Armando González Escoto

Matar al profeta

Matar al profeta

Frente a las estructuras políticas y religiosas del pueblo de Israel, existió también un movimiento profético que surgía de la misma comunidad y cuya vocación era la de invitar a todos a mantenerse fieles a la Alianza con Dios, lo cual muchas veces exigía cuestionar y denunciar las fallas, los desvíos, las simulaciones y las corruptelas que de tiempo en tiempo se cometían en todos los niveles de la sociedad judía. Por la misma razón, varios profetas fueron asesinados, como hoy día son ajusticiados los líderes y activistas honestos de causas justas y no pocos periodistas.

Jesús fue también profeta, la crítica que hizo a las instituciones y estructuras de Israel fue una constante, y la síntesis de estos cuestionamientos se puede leer en el capítulo 23 del evangelio de San Mateo, mientras que en el capítulo 24 Jesús predice la suerte que tendrá su pueblo a causa de estas desviaciones. De hecho, fueron los últimos discursos públicos de Cristo, luego de los cuales será aprehendido y finalmente ajusticiado.

No era fácil matar a un profeta, por lo mismo desde que las autoridades religiosas del pueblo se dieron cuenta de lo peligrosa que podría ser la enseñanza crítica y la obra benéfica de Jesús, buscaron la manera de eliminarlo, pero sin que eso constituyera un delito. En principio creían actuar honestamente en defensa de la estabilidad de las estructuras y del bien del pueblo.

Las motivaciones internas, sin embargo, también son reveladas en distintos textos: el que la gente hiciera comparaciones que dejaban en desventaja a los rabinos tradicionales, generaba, desde luego, un sentimiento llamado envidia. Nadie envidia a los fracasados, a los que no tienen éxito. Operaba de igual modo el cuestionamiento de que eran objeto y que los ponía al descubierto frente a la gente que tal vez no había advertido las dobleces, las incongruencias de su clase dirigente, pero como dicha clase no estaba dispuesta a cambiar, la opción era callar o eliminar al profeta.

Entonces como ahora, el recurso previo era organizar una buena campaña de difamación, permanente y sostenida, bien aceitada cuando fuera necesario, y que permea paulatinamente en todas las clases sociales. ¿De qué otro modo nos explicaremos ese grito unánime de las turbas exigiendo que Jesús fuera crucificado?

Levantar falsos, divulgarlos por todos los medios, desacreditar las obras y las enseñanzas de Jesús, señalarlo como blasfemo o incluso endemoniado, amigo de gentes de mal vivir, y otras lindezas por el estilo eran parte del juego; en una sociedad como la judía de aquellos tiempos, nadie iba a defender a un desprestigiado, vaya, ni siquiera se le acercarían, pues eso podría contagiarlos.

Cuando finalmente pudieron llevar a Jesús ante quien podía condenarlo a muerte, la trama estaba concluida, la campaña de difamación había sido exitosa.

Todavía hoy se puede oír que fueron los judíos quienes lo mataron, como si los judíos tuviesen el patrimonio de la intriga, la difamación y la calumnia criminal. Lo correcto sería admitir que ese crimen lo cometió un sector de la humanidad en un momento de confusión y de pasiones encontradas, que no fue el primer crimen de la humanidad, ni por desgracia ha sido el último que se comete en tales condiciones de perfidia y odio a un líder comprometido con la verdad y la justicia. ¿Por qué atribuir a un solo pueblo, lo que han hecho todos?

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