Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Ridículo clandestinaje

Por: Paty Blue

Ridículo clandestinaje

Ridículo clandestinaje

“¡Que alguien me explique!”, demandaba con irritación un popular personaje vestido como de tirolés, interpretado por el comediante Eugenio Derbez, cada vez que no le quedaba clara alguna palabra o expresión muy mexicanas. Y fue lo mismo que yo expresé mentalmente, hace unos días, cuando me vi inmersa en una situación que, por lo bajito, podría calificar de irracional, truculenta, ociosa y surrealista.

Sé que son demasiados adjetivos que no aportan la mínima claridad al asunto,  pero no encontré un modo más intrincado y churrigueresco para explicitar la naturaleza de la vivencia que experimenté, y que mucho tiene qué ver con el poco estético arte de la simulación a la que los mandamases de algún gremio recurren, para justificar las absurdas providencias que implementan y aderezan con ribetes de legalidad.

Imagino que todo comenzó con el desabasto gasolinero al que fuimos sometidos en tiempos recientes y que, aunque en realidad no duró mucho ni fue pa tanto, dejó secuelas que se convirtieron en un síndrome que sigue teniendo serias repercusiones en los procedimientos para suministrar el costoso fluido.

Y resulta que por esa mañita que agarran los maridos, de colar sus pendientes en la lista de los que obligan a su mujer a salir de casa, previa confesión de mi itinerario del día, el señor decidió que mi manifiesta intención de ocurrir a cargar combustible, le ofrecía la inmejorable coyuntura para adosarme el mínimo encarguito de adquirir un galón de gasolina para su podadora de césped. Total, nada me costaba toda vez que pronto estaría en el lugar indicado y en manos de una despachadora tan solícita como la que en suerte me tocó.

¿Trae en qué llevársela?, inquirió la joven expendedora. Pues sí, señorita, le respondí apeándome del auto para acceder a la cajuela del mismo, de donde sustraje un bidón de ésos que otrora me agencié con veinte litros de jabón líquido para lavar. Por su gesto, sospeché que no le satisfizo semejante receptáculo y pronto me despejó la duda al recitarme que, por norma oficial, no me podía dispensar el hidrocarburo en un tiliche de plástico como el que yo le estaba ofreciendo, sino en una lata metálica especial, de color rojo y una válvula de llenado muy pro (como dicen los chavos de ora) que solo ahí podía adquirir.

Ni pregunté su costo que imaginé superior al de la dotación que pretendía adquirir, por lo que me vino como anillo al dedo (o más bien, como fresco remedio a mi amenazado monedero) su propuesta de facilitarme el sofisticado cachivache si le dejaba yo en prenda mi licencia de manejo. Por mi cara de ¿what? la empleada adivinó lo absurdo de su ofrecimiento de andar circulando por la ciudad sin licencia. Además, no iba yo a entregar el flamante documento enmicado que unos días atrás acababa de renovar, tras haberle invertido cinco y media horas de trámite, en ayunas, bajo el sol y cuando apenas me voy reponiendo de las piernas acalambradas, a resultas del farragoso operativo al que, según reportaron algunos noticiarios locales, los tapatíos acudimos, al mismo tiempo, en escalofriante montón.

Así que mucho mejor me vino la nueva proposición de la despachadora de facilitarme el rebuscado recipiente, junto con el apoyo de un asistente que se fuera conmigo y mi bote de plástico ahí nomás, a la vueltita, para acometer por una módica propina, el acto de clandestinaje más ridículo de la historia. Repito, como demandaba Derbez, ¡que alguien me explique! 

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