Domingo, 02 de Noviembre 2025
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El mejor antídoto del poder: la lucidez del que sirve

Por: Guillermo Dellamary

El mejor antídoto del poder: la lucidez del que sirve

El mejor antídoto del poder: la lucidez del que sirve

El poder es una bebida que pocos pueden sostener sin embriagarse.

Su sabor dulce envenena despacio, como el néctar que duerme a la conciencia y despierta a los demonios.
Por eso, más que una conquista, el poder es una prueba para el alma.

Y solo quienes beben con templanza logran no perderse en el espejismo de su brillo.

A lo largo de la historia, son escasos los que lo resistieron sin volverse tiranos de sí mismos.

Marco Aurelio, emperador y filósofo, entendió que el único dominio legítimo es el que uno ejerce sobre sus pasiones.

“Gobierna tu mente y gobernarás el imperio”, escribió en sus Meditaciones.

Y allí radica el secreto: el poder no debe poseerse, debe ser solo para servir.

El sabio no usa el poder para engrandecerse, sino para liberar a los demás de sus propios miedos.

El antídoto contra la embriaguez del poder es, ante todo, la conciencia vigilante.

Saber que cada privilegio exige humildad, que cada aplauso puede ser un veneno, que cada adulación es una sombra que se arrastra detrás del éxito.

El líder lúcido mantiene un ojo hacia afuera y otro hacia adentro: uno para gobernar con justicia, el otro para no perderse en el laberinto del ego.

Es la práctica del autoconocimiento, ese espejo honesto que ningún adulador puede reemplazar.

La psicología contemporánea señala que el poder no destruye, sino que amplifica lo que ya está adentro.

Por eso, el antídoto no está en el cargo que se tiene, sino en la estructura moral que lo sostiene.

El narcisista se ahoga en su reflejo; el sabio se diluye en la tarea.

El primero busca adoración; el segundo, propósito.

El poder, en manos humildes, se convierte en servicio.

En manos vanidosas, en espectáculo.

Erich Fromm lo resumió con lucidez: “El amor maduro no busca poseer, sino cuidar, cultivar y liberar”.
Lo mismo ocurre con el poder: cuando se ama, se hace el bien a sí mismo y a los demás al ocupar el trono, de lo contrario el puesto los intoxica y enferma.

El poder deja de ser dominio y se vuelve entrega y esclavitud.

Por eso, el verdadero antídoto del poder no es la renuncia, sino la fe en algo más alto que uno mismo.
Solo quien se sabe instrumento y no dueño, canal y no centro, logra permanecer sobrio en medio de tanto aplauso y adulación.

Porque el poder no se sostiene por la fuerza, sino con espíritu.

Y solo el que sirve a los demás realmente gobierna.

El que vive para su ego acaba pudriéndose.

Entregarse al servicio genuino a los demás es la verdadera vacuna contra la soberbia del ego.
Si lo usan para el bien, los hace crecer; de lo contrario los hunde en la corrupción.

dellamary@gmail.com
 

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