A lo largo de las últimas semanas, las movilizaciones de jóvenes de la llamada Generación Z en México han irrumpido en el espacio público con una energía que desconcierta, interpela y obliga a repensar la relación entre las juventudes y la política. Estas manifestaciones parecen expresar un malestar acumulado, así como un horizonte de expectativas que no termina de encontrar un lugar dentro del marco institucional vigente.Estos jóvenes nacieron y crecieron durante la llamada transición democrática; su memoria política se formó en un escenario de alternancias fue posible; y que ahora, en el escenario actual, articulado bajo la hegemonía electoral de Morena, enfrentan un entramado político atravesado por relaciones de poder complejas, tensiones entre grupos y facciones, y por una oposición fragmentada, sin cohesión estratégica ni una propuesta alternativa creíble para el país, y sobre todo, carente de liderazgos ético-políticos que conecten con esta generación.La experiencia histórica de esta generación está marcada por la pobreza de expectativas que acompañan a un país cuyo crecimiento económico ha sido, en términos comparativos, extremadamente bajo: de 1994 a 2018 el PIB creció, en promedio, alrededor de 2% anual; del 2018 al 2025, las cifras difícilmente superan el 1%. El estancamiento económico se traduce en presupuestos limitados para políticas sociales y educativas, en mercados laborales incapaces de absorber a millones de jóvenes con estabilidad y dignidad, y en un horizonte donde la movilidad social ascendente es una promesa quebrada. Pero la historia de esta generación es también la historia de la hiperconectividad. Nunca un grupo social había conocido y crecido con dispositivos inteligentes, internet plataformas de interacción inmediata, redes sociales, inteligencia artificial… Esta exposición temprana y permanente a la esfera digital crea una sensibilidad política distinta, más horizontal, más fragmentaria, pero también más vigorosa. La paradoja, sin embargo, es brutal: mientras viven en la era de la conversación global, lo hacen en un país marcado por la pobreza, la marginación y la insuficiencia de oportunidades. internet no compensa el vacío de instituciones fuertes; al contrario, hace más evidente la distancia entre lo que podría ser y lo que la realidad permite.A ello se suma el peso de la violencia criminal que ha atravesado su juventud como una sombra estructural. Ninguna generación mexicana desde mediados del siglo XX ha crecido bajo tasas tan altas de homicidio, extorsión y desaparición de personas; ninguna había tenido que naturalizar la idea de que el riesgo es un componente cotidiano del territorio. La violencia es la atmósfera en la que aprendieron a ser jóvenes. Y en el marco de ella, también experimentan la crisis planetaria del cambio climático, cuyos efectos en México -sequías severas, escasez de agua, olas de calor, incendios más frecuentes- son realidad inmediata.A este cúmulo de tensiones se suma la experiencia traumática de la pandemia de COVID-19, el confinamiento más prolongado y disruptivo en cien años, que fracturó rutinas, sociabilidades, trayectorias escolares y proyectos de vida. Y todo ello en un país que convive con las dos epidemias más mortíferas de su historia moderna -diabetes e hipertensión- y con la mayor prevalencia de obesidad registrada.En este panorama, el Estado mexicano aparece con márgenes de maniobra reducidos, atrapado entre la insuficiencia presupuestal, el deterioro institucional y la falta de una política integral capaz de responder a la magnitud de la crisis. Frente a ello, la Generación Z vive una doble exigencia histórica: por un lado, la necesidad íntima de vivir de la mejor manera posible en un entorno que les es adverso; por el otro, el imperativo de transformar la política mexicana, de reinventar las formas de convivencia y de construir un Estado de bienestar que garantice condiciones dignas para todas y todos. Sus marchas recientes son un recordatorio de que cada generación reconfigura el horizonte político que recibe, y que esta, nacida entre la transición democrática y la crisis permanente, reclama su derecho a imaginar un país distinto.@mariolfuentes1Mario Luis Fuentes, investigador del PUED-UNAM