Domingo, 23 de Noviembre 2025

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¡Llegó el lechero!

Por: Abel Campirano

¡Llegó el lechero!

¡Llegó el lechero!

Recién sonaba la tercera llamada para la misa de seis de la mañana y, a lo lejos, se escuchaba el grito del lechero: ¡la lecheee! Era el momento de sacar la olla que la noche anterior se había lavado para tenerla lista desde temprano, justo antes de la misa de seis.

Era leche recién ordeñada. Los establos cercanos a la ciudad tenían su primera ordeña a eso de las cinco de la mañana y llegaba la leche todavía calientita a las casas. La transportaban en las cántaras de lámina, en donde introducían la medida de un litro para vaciarla en la olla.

-¿Lo de siempre? -decía el lechero-, y la respuesta era: -Sí, lo mismo, y no se te olvide mi pilón, ¿eh?-. Y el lechero solo respondía con un casi entre dientes: ¡Ah, qué seño! acompañado de las risas de los dos.

La leche bronca, como se le llamaba, era repartida temprano por la mañana y también en algunas zonas de la ciudad por la tarde, pero esta era procedente de la segunda ordeña, igual de fresca, sin conservadores ni refrigeración, casi casi de la ubre a la olla.

En esos tiempos, en los establos se ordeñaba a las vacas dos veces, una muy temprano y otra por la tarde, aunque la producción de la vespertina era menor.

En mi casa, mi mamá ponía a hervir la leche en una olla grande que le cabían 4 litros, y una vez cumplido el proceso, la dejaba enfriar y uno de mis cometidos -y muy agradable- era sacar de la olla la gruesa nata que se formaba, para ponerla en un recipiente de vidrio y de ahí al refrigerador.
La nata fresca era mi preferida. Me gustaba -y me sigue gustando- ponerla encima de una pieza de pan, preferentemente conchita o semita, para mí deliciosa, aunque hay personas a las que no les gusta; la nata que se iba acumulando en el refractario la conservaba mi mamá para hacer con ella un panqué que, de solo recordarlo, se me hace agua la boca y casi casi percibo su olor a recién horneado.

Y es que era leche entera; al menos en nuestro caso no estaba “bautizada”, como decían irónicamente los antiguos para referirse a cuando a la leche los dueños de los establos le agregaban agua “para que rindiera”. Salomé Barajas, “el Güero”, era uno de los dueños del hato y repartía la leche en su vieja camioneta Chevrolet, que siempre traía música ranchera para despertar al vecindario con su grito de ¡la lecheee! y con su música a todo volumen, y se aseguraba de que sus ordeñadores no le agregaran nada para garantizar su pureza. Y eso me consta personalmente porque acompañé varias veces a mi papá a la ordeña.

Ya sé que usted, querido lector, dirá: -Qué pureza ni qué nada-, es leche bronca; pero, en verdad, las vacas agostaban en el campo y la pastura que complementaba su alimentación era cuidadosamente seleccionada. Además, los ordeñadores eran gente escrupulosamente limpia, de verdad. Recuerdo que un día mi papá le presumió al Güero que yo sabía ordeñar y este pensó que era broma, y me preguntó si era verdad. Al responderle que sí, le dijo a mi papá que a ver qué día me llevaba al establo. Yo había aprendido a montar a caballo, a ordeñar y a trabajar en barbechos en una granjita que tenía mi papá por el rumbo de Los Gavilanes, cerca de Santa Anita, al sur de la ciudad.

Y vaya sorpresa se llevó Salomé cuando me vio lavarme muy bien las manos, sentarme en el banquito, lavar cuidadosamente la ubre de la vaca, pialarla, poner la cola dentro del pial para que no me azotara al ordeñarla, poner la cántara medio inclinada entre mis piernas y a darle, y de ahí p’a delante, como se dice en mi pueblo. Varias veces fui al establo del Güero.

En algunas zonas de la ciudad, se repartía la leche aún a lomo de caballo; a lo lejos se escuchaban los cascos del animal con paso cansino y el ruido de las cántaras que, al movimiento, sonaban como campanas. El vecindario sabía que llegaba la leche.

Aquí en Guadalajara había un señor que vendía leche de burra; andaba en las calles con sus animalitos, y el gracejo era medio pícaro porque les puso a sus burritas nombres de conocidas artistas, y su pregón era: “Llegó la leche de burraaaaa”, “Leche de María Félix”, “Leche de Dolores del Río”, “Leche de Rosa Carmina”. Y ya se imaginarán las bromas de la gente con las ocurrencias del señor de las burras, como se le conocía.

A mediados de los sesenta empezaron a repartir la leche en botellas de vidrio, al menos ese es mi recuerdo; las marcas La Pureza y Establo San José eran las preferidas del público consumidor. En la noche ponía uno las botellas limpias en la puerta y, temprano en la mañana, todos los días, incluso los domingos, estaban cuatro botellas llenas de leche fresca en una canastita de alambre.

En el caso de la leche del Establo San José, podía uno pagarla en efectivo directamente al repartidor el fin de semana, aunque también nos daban un talonario para pagar en el banco. Era muy buena leche y la gente decía que era la mejor porque era del “Establo de los Padres”, y esta leche no estaba bautizada, sino bendecida, porque pertenecía la vacada a los Misioneros del Espíritu Santo, del padre Francisco Orozco.

En algunos barrios de la ciudad había lecherías. En grandes tinas de lámina, cubiertas con un cotense “por si las flais” (por las moscas), allí almacenaban la leche y, como era costumbre, al terminar de surtir, digamos, tres litros, volvían a introducir la medida un poco y le echaban un chorrito adicional a manera de pilón, como le contaba párrafos arriba.

En los sesenta se popularizó una canción llamada precisamente “El Lechero”, de la autoría de Hugo Blanco, y en el estribillo decía: “Llegó el lechero, llegó cantando, llegó el lechero, vendiendo leche; ¿a cómo el litro? -a 1.20-”. Y justamente eso costaba el litro de leche en 1963; hoy el precio del litro oscila entre los 24 y los 41 pesos.

Antes la única leche -salvo las de las burras, que contadísima gente compraba- era la de vaca y, de la que iba sobrando, las amas de casa hacían crema, mantequilla y panela, algo casi impensable hoy en día en que, con el debido respeto, lo que nos venden dicen que es leche, pero solo dicen. Vaya usted a saber. Leche bronca solo la podremos encontrar directamente en los establos o en algunas zonas de la ciudad donde siguen surtiendo. Yo acabo de disfrutar esa delicia, gracias a mis queridas nietecitas radiofónicas adoptivas, las señoras Paty y Lupita Baeza, vecinas de Zalatitán y Tetlán. Mi agradecimiento, muchachas.

Por hoy cerramos nuestro libro de los recuerdos y aquí los espero en EL INFORMADOR la próxima semana, si Dios quiere, con su cafecito y el infaltable bísquet con mantequilla y mermelada de fresa. Feliz domingo.

lcampirano@yahoo.com
 

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