El 11 de septiembre del 2001 un sol resplandeciente se cernió sobre la ciudad de Nueva York. Era una mañana cualquiera, un martes de la semana apenas iniciada, y los neoyorquinos se levantaban para enfrentarse a los contratiempos de la vida diaria: se perdían en el metro, corrían en marchas apresuradas rumbo a sus trabajos, suspiraban en secreto por ese amor imposible, sin sospechar siquiera que esa sería la última mañana en sus días antes de que la vida cambiara para siempre. No había un solo indicio aquella mañana para anticipar lo que iba a suceder. Un avión de pasajeros surcó de pronto el cielo de Manhattan, apenas por encima de los rascacielos inconcebibles que con sus cumbres brumosas pretendían ensombrecer el firmamento. No era habitual que un avión volara a tan baja altura. Los neoyorquinos, saltándose las normas de lo cotidiano, levantaron la mirada hacia el cielo para ver cómo aquel avión sorteaba peligrosamente las torres de los edificios más altos, como si se tratase de un halcón perdido. Los primeros reportes indicaron que el avión había sido tomado por secuestradores, pero todavía era muy pronto para siquiera creerlo. Entonces ocurrió: a las 8: 46 de la mañana del 11 de septiembre del 2001, el avión fatídico se impactó como un dardo mortal sobre una de las torres del World Trade Center, donde miles de personas se encontraban apenas iniciando su jornada laboral. Fue instantáneo: un estallido de metal, escombro y llamas en las alturas, sobre las cabezas de los neoyorquinos, que no daban crédito a lo que se desarrollaba frente a sus ojos. La explosión sacudió a la Gran Manzana hasta la raíz, junto con la imagen mortífera del humo y de las llamas devorando uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad.El horror se esparció en cuestión de segundos. Nueva York sucumbió a un caos más puro y terrible que su caos habitual: el de la muerte. El cielo ya no era más un motivo de suspiros, sino de desconsuelo. Apenas unos minutos más tarde, a las 9:03 de la mañana, un segundo avión comercial apareció de pronto en la inmensidad del cielo azul, y con la misma precisión terrible, dirigió su vuelo de kamikaze rumbo a la torre aledaña para repetir el mismo espectáculo de muerte y de fuego. La aeronave penetró de costado en el edificio, y el rosal de humo y fuego de la explosión sólo hizo más nítida la realidad de aquella pesadilla. En las calles, los neoyorquinos huían de la lluvia de escombros, de hierro derretido y concreto, de papeles de oficina y faxes de último momento, que descendían en la poesía trágica de sus mensajes jamás leídos. El segundo ataque agudizó la crisis. No había modo posible de comprender lo que estaba sucediendo, o de darle solución a aquello que acontecía a muchos metros de altura. Nueva York se paralizó para siempre con la escena de las torres gemelas ardiendo en el fuego lento de su caída inevitable. El internet quedó plagado, muchos años después, con las últimas llamadas de los familiares desesperados que contactaban a sus seres amados desde las oficinas en llamas, con los mensajes de amor y despedida que no alcanzarían a decirse frente a frente, con los reportes de auxilio de los trabajadores que sin éxito intentaban ser rescatados por los operadores del 911, y con las imágenes estremecedoras de las personas atrapadas en las torres en llamas, y que en un segundo de pánico se decidían a saltar, como mariposas sin suerte precipitándose hacia las fauces del vacío. El fuego trepó cada vez más sobre las torres gemelas, devorándolas, impidiendo cualquier tentativa de escapatoria y de rescate. Las fuerzas policiales y los cuerpos de bomberos se vieron sobrepasados por la tragedia, y se rindieron a la impotencia de la desdicha. Una hora y cuarenta y dos minutos más tarde, cuando nadie creía posible que el terror pudiese crecer más, las torres gemelas se desplomaron en un estrépito de polvo que ascendió hasta el zenit como los remanentes de una explosión atómica. Una marejada de tierra que provino desde las alturas, y que devoró en su cauce de polvo las avenidas de Nueva York. La Gran Manzana quedó sepultada bajo el humo de las nubes de muerte que nada tenían que ver con el cielo. Las personas corrían por las avenidas, abarrotaban las calles atravesadas de escombros, lloraban en el unísono del horror. Luego no quedó más que el silencio, el cansancio y la pesadilla. Nueva York quedó cedida a la muerte, a la incomprensión e incertidumbre. Ya no había más motivos para volver a mirar al cielo. Se declaró duelo nacional, se acusó al terrorismo de lo acontecido, se iniciaron más guerras sin sentido, se ensombreció el porvenir, y se marcó con tinta indeleble un capítulo triste en la historia del mundo. El cielo de Nueva York se quedó para siempre sin el amparo de sus centinelas silenciosos, que resplandecían en conjunto, como un lucero áspero, cuando el atardecer teñía de oro el horizonte de la Gran Manzana. FS