Viernes, 26 de Abril 2024

La Pascua: el motor de nuestra vida

La resurrección del Señor es la experiencia de la vida y de la salvación, de la esperanza sobre todo dolor e injusticia

Por: DINÁMICA PASTORAL UNIVA

La experiencia profunda y real del Resucitado transforma a quien la tiene, siendo mucho más que un mero momento, fugaz y puntual. PIXABAY

La experiencia profunda y real del Resucitado transforma a quien la tiene, siendo mucho más que un mero momento, fugaz y puntual. PIXABAY

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA: Heb. 10, 34ª.37-43. “Nosotros somos testigos”.

SEGUNDA LECTURA: 1Cor. 3, 1-4. “Busquen los bienes de allá arriba donde está Cristo”.

EVANGELIO: Jn. 20, 1-9. “Cristo había de resucitar de entre los muertos”.

La Pascua: el motor de nuestra vida

Con la gracia de Dios llegamos a la celebración de la Pascua, la fiesta más grande de todo cristiano donde Dios manifiesta su gran Amor por cada uno de nosotros. Existe la posibilidad de que vivamos la Pascua como algo extraordinario, fuera de lo normal, de lo cotidiano de nuestra vida, como algo que celebramos, vivimos y disfrutamos exclusivamente en estos días de nuestra liturgia, sin que se haga presente el resto del año.

A veces, estos días del Triduo Pascual, se convierten en algo así como los fuegos artificiales, que son luz, pero no son la luz de cada día, sino luces de fiestas y de días especiales: ruido y espectáculo de días que se salen de lo ordinario, pero incapaces de iluminar realmente. Pueden convertirse, como los fuegos artificiales, en algo fugaz, en algo que se ve, se disfruta, se celebra, pero que ahí se queda, ahí se acaba, para volver a lo que hacíamos antes, a nuestras ocupaciones de cada día sin que haya supuesto una renovación de nuestro ser cristiano.

La Pascua es todo menos algo fugaz. La resurrección del Señor es la experiencia de la vida y de la salvación, de la esperanza sobre todo dolor e injusticia. El encuentro con el Resucitado, como a los apóstoles y a María Magdalena, la primera predicadora de la Resurrección como nos cuenta el pasaje del Evangelio de San Juan que hoy leemos, nos abre los ojos para ver la realidad de la existencia desde otra perspectiva, capaz de transformar nuestra manera de mirar, de estar, y de vivir. La Pascua tiene en verdad la capacidad de transformar nuestra vida, como nos narra la lectura de los Hechos de los Apóstoles que sucedió con ellos, sacándonos de lo conocido, de nuestra vida tal cual la conocíamos, para lanzarnos sin miedo a transformar nuestro mundo.

La Pascua se convierte en una experiencia de Fe. En ningún momento del evangelio de este día se dice que vieran al resucitado, lo que dice es que, al ver las vendas y el sudario, creyeron... y es que la experiencia del Resucitado es algo que nace de los ojos de la Fe, de quien ha dado su confianza a una persona y una comunidad, es una experiencia de otro orden al puramente físico y sensorial.

La experiencia profunda y real del Resucitado transforma a quien la tiene, siendo mucho más que un mero momento, fugaz y puntual. Y precisamente por eso, porque no es fugaz, tiene su recorrido en el tiempo, siendo capaz de cambiar y transformar vidas, siendo capaz de traernos a nosotros nuestra propia Resurrección. Si en la cruz de Cristo estamos todos crucificados, en la Resurrección de Jesucristo resucitamos todos.

Lo bueno del Tiempo Pascual que hoy comenzamos es que tenemos cincuenta días para tratar que esa experiencia de resurrección tome cuerpo, se haga parte de nosotros, sea motor y guía de nuestra vida, para que no sean meras luces brillantes de muchos colores y mucho ruido, para que la luz profunda de Jesucristo resucitado se interiorice y nos empuje en el caminar.

¡Sí! ¡Cristo resucitó!

Aleluya! ¡Aleluya! Hoy es el gran aleluya. Es el grito de triunfo, es el canto de victoria. De todos los pechos salta, sin poderlo contener, el gozo hecho voz, la alegría hecha canto.

El que siendo Dios inmortal se hizo hombre mortal, el que nació para poder morir, murió como lo había anunciado y resucitó como lo había profetizado. El sepulcro está vacío, la piedra, enorme como el miedo de los judíos, está por allá rodada con todo y el sello del gobernador romano, Poncio Pilato. Después de un sábado de horas largas y silenciosas, como de velorio; después de una noche negra de recuerdos y ecos dolorosos, llegó un amanecer mayor que todos los amaneceres: el amanecer de la resurrección de Cristo. Un gran día, ese primer día de la semana, fue el día de días porque de las entrañas de la tierra surgió el sol para alumbrar a todos los hombres, y salió para nunca jamás volver a ocultarse.

Cristo resucitado es la luz indeficiente. Símbolo elocuente es el cirio pascual, la mayor de las luces en la celebración de la vigilia a la media noche del sábado. Con la bendición del “fuego nuevo” y la procesión con el cirio pascual da inicio la liturgia, cumbre de la celebración cuaresmal iniciada el Miércoles de Ceniza, con el cual el pueblo se prepara y purifica para gozar en la Pascua. El mundo y la vida son oscuros sin Cristo. La oscuridad del sepulcro se rompió y surgió la luz. ¿De dónde viene el hombre?, ¿por qué la existencia?, ¿por qué este mundo?, ¿por qué el sufrimiento?, ¿por qué la muerte?, ¿por qué tanta maldad?

Nada se comprende sin la luz de Cristo; sin su luz todo es absurdo, es angustia. Cristo le da sentido a todo; con su luz se hace claro el sentido de la vida, del sufrimiento, de la muerte. El domingo, día del Señor sucedió el primer día de la semana. Primero fueron las piadosas mujeres y encontraron el sepulcro vacío. Luego, con la noticia, Pedro y Juan fueron corriendo. Juan llegó primero y le cedió a Pedro el paso para que entrara y viera. Allí sólo estaban las sábanas con que envolvieron el cuerpo del Señor y el sudario con que le cubrieron el rostro. Dichoso día, memorable día. Los judíos eran observantes del sábado. Era sagrado ese dia y hasta con rigor; con exceso guardaban el séptimo día fieles a la ley. Si Dios hizo cuanto existe, lo visible y lo invisible, en seis días días de Dios y el séptimo descansó, así el pueblo escogido le destinaba el séptimo día a Dios.

José Rosario Ramírez M.

El silencio como espacio de encuentro

Nuestra vida se ve agitada por diversos movimientos, múltiples actividades saturan nuestra agenda, nos oprime el miedo a enfermarnos o que alguien querido se enferme, sobre todo en este tiempo de pandemia. Nos abruman tantas cosas como a Martha (Lc 10,38-42), vivimos en la ansiedad y la angustia, cuando la vida es mucho más simple: actuemos para cambiar aquellas cosas que podemos cambiar, reconozcamos aquello que no está en nuestras manos modificar y dejemos a un lado aquellas preocupaciones que son irreales o poco probables.

La serenidad es fruto de la capacidad de entrar en sí mismo, de reconocerse en su misteriosa pequeñez e infinitud, en su fragilidad y grandeza (Sal 8,2-10). El bullicio externo e interno nos hace casi imposible encontrarnos con nosotros mismos y con el otro, que es justamente diverso de mí, pero con la misma dignidad. Para encontrar la paz, es necesario que trabajemos en el silencio que nos ayuda a gestionar adecuadamente nuestras emociones, a tomar distancia de todo aquello que nos agobia para alcanzar el equilibrio. La contemplación, la meditación y la oración hacen posible aprender a hacer silencio en nuestro interior, para encontrarnos con nosotros mismos, tomar distancia de aquello que nos aprisiona y sentirnos en unidad con los otros, con el mundo y con lo divino. Hagamos silencio para reconocer y asumir en nuestra vida lo sencillo, porque, como dice el zorro del Principito: “solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos”.

La experiencia espiritual que nutre y refresca nuestra vida se da en el silencio, como le ocurrió a Elías (1 Re 19,9-18), experiencia que se da necesariamente en el silencio, un silencio que no está vacío, sino impregnado de presencias y, sobre todo, de Presencia. La voz vital de Dios se escucha solamente en el silencio. Sin la capacidad de hacer sintonía nuestro radio de relaciones verdaderas se ve drásticamente limitado. El silencio es espacio de encuentro, primero con nosotros mismos, luego con los otros y con el mundo, y finalmente con la fuerza de lo divino. Feliz Pascua de Resurrección para todos.

Gerardo Valenzuela, SJ - ITESO

JL

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