En los últimos años, el término Inteligencia Artificial, acuñado por John McCarthy en 1955 y mejor conocido como IA, se ha vuelto parte cotidiana de nuestras vidas. Si hiciéramos el ejercicio de contar cuántas veces la escuchamos, leemos o usamos en una sola hora, probablemente nos sorprendería el resultado… ¿o no? Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿cómo es que algo tan reciente en la historia humana se ha vuelto tan importante y casi indispensable?Justo cuando me disponía a reflexionar en serio sobre ello, la realidad me dio un uppercut directo a la lona. La urgencia de preguntarle a Alexa, ChatGPT o Perplexity apareció de inmediato: quería la respuesta, y la quería ya.Ahí recordé la teoría del forrajeo óptimo (TFO), que propone que los animales —incluido el ser humano— buscan estrategias que maximicen su ganancia neta de energía: obtener más energía de la que se invierte, en el menor tiempo y con el mínimo esfuerzo. Este modelo, nacido de la economía y adaptado a la ecología, permite predecir cómo se decide qué presas elegir, dónde buscarlas y cuándo abandonar un sitio si deja de ser rentable.Aunque la mayoría de los humanos del Holoceno ya no somos cazadores-recolectores como los del Pleistoceno tardío, seguimos experimentando otra forma de hambre: la del conocimiento. Buscamos información como antes se buscaba comida, intentando obtener la mayor recompensa con el menor esfuerzo.Hace unos 300,000 años, tomar decisiones eficientes sobre dónde, cuándo y qué consumir significaba mayor energía disponible para crecer, sobrevivir y reproducirse: una auténtica ventaja evolutiva. ¿Sucede algo similar hoy? ¿Seguimos necesitando una “ventaja”, aunque sea frente a nuestros pares? La respuesta es sí. Aunque el escenario ha cambiado, la competencia por recursos —materiales, simbólicos o informativos— persiste, y seguimos tomando decisiones bajo la lógica de obtener la mayor ganancia con el menor gasto. La diferencia es que ahora esa “ventaja” opera sobre todo en el terreno cognitivo y social.Aquí es donde la IA se vuelve tan seductora e indispensable. Desde un smartwatch o un smart ring que monitorizan nuestra salud, hasta una aspiradora robot que nos libera de tareas mecánicas como barrer o trapear, cualquier herramienta capaz de ahorrar tiempo y energía para redirigirlos hacia actividades más gratificantes resulta irresistiblemente atractiva. En resumen, toda IA utilizada bajo la premisa “mayor beneficio al menor costo” encaja perfectamente en esta lógica ancestral.A lo largo del tiempo, la humanidad ha creado herramientas, incluyendo la IA, para —metafóricamente hablando— forrajear óptimamente, aunque la mayoría resolvían acciones repetitivas o rutinarias. Pero ¿qué ocurre cuando la IA entra como bateador emergente en las tareas intelectuales? En esas actividades que requieren alta actividad neuronal, que impulsan la creatividad y permiten generar arte, descubrimientos científicos o innovaciones tecnológicas.El reto actual es otro: mantener el cerebro suficientemente estimulado para preservarlo activo y sano, mientras aprovechamos la IA para automatizar tareas y apoyar la toma de decisiones, sin perder el pensamiento crítico en el proceso.Coco Vargas es bióloga y madre, cuyo interés por los animales, los bosques y los recursos naturales la llevó a participar en el proyecto del Museo de Ciencias Ambientales como “aprendiz de comunicador de la ciencia” donde genera contenidos científicos orientados al diseño museográfico y a la comunicación de estrategias de conservación de la naturaleza desde la ciudad.Crónicas del Antropoceno es un espacio para la reflexión sobre la época humana y sus consecuencias producido por el Museo de Ciencias Ambientales de la Universidad de Guadalajara que incluye una columna y un podcast disponible en todas las plataformas digitales.