
LO ÚLTIMO DE Ideas
El Pullman a México

El Pullman a México
Habíamos comprado los boletos en la oficina de Prisciliano Sánchez y Colón, último vestigio de la antigua estación del Ferrocarril Central Mexicano, en inmediaciones del huerto del templo y convento de San Francisco de Asís. El tren llegó a nuestra ciudad el 15 de mayo de 1888.
Habíamos llegado a la estación de trenes a tiempo para no andar con carreras. Ya habíamos localizado nuestro carro dormitorio. Eran las 8:15 de la noche. Estábamos cómodamente sentados en esos mullidos sillones colocados frente a frente viendo pasar a la gente en los andenes, unos para abordar y otros para despedir a familiares y amigos.
El tren salía a las 8:30 en punto y en un recorrido de 12 horas nos llevaría a la Estación de Buenavista en la Ciudad de México, para llegar a las 8:30 de la mañana. El porter o camarero, ataviado con su impecable casaca con botonería dorada, guantes, quepí y sus zapatos perfectamente lustrados ya nos había instalado en el gabinete o la alcoba, el compartimiento o el camarín que eran las localidades que ofrecía la compañía Pullman. Perfectamente iluminados, alfombrados y con el inconfundible olor a tren.
Ya casi nos íbamos. El supervisor iba recorriendo los carros del tren con su advertencia: “Visitas… ¡Váamonos!” anunciando la inminencia de la partida y exhortando a quienes habían acudido a despedir a sus parientes y amigos para que descendieran de los vagones.
En los andenes veíamos la ida y venida de personas que se iban quedando atrás con las manos en alto diciendo un hasta pronto a los viajeros; por allá al grupo de mariachis que al son de las golondrinas despedían a los viajeros. De pronto parecía que nos íbamos, y muchas veces llegamos a pensar que era imperceptible la marcha, pero lo cierto es que el tren que se movía era el vecino, que estaba en otra vía, pero nuestro tren aún no salía. Confusiones inevitables que eran parte del encanto de esos viajes.
Una vez iniciado el viaje, pasaba de nuevo el porter con una marimba anunciando la primera llamada para cenar y ofreciendo acondicionar nuestro espacio para que una vez que regresáramos del carro comedor ya nos encontráramos lista nuestra alcoba o gabinete, para dormir arrullados con el movimiento del tren y el monótono ruido del taca taca del paso del tren en los durmientes en esos caminos de acero, madera y piedra.
En la alcoba había un baño completo donde podía uno ducharse. En la mañana a eso de las seis y media, pasaba de nuevo el porter con su marimbita, haciendo la “primera llamada para desayunaaar” que era a la que atendíamos, porque mi padre acostumbraba “ganarle tiempo al tiempo” y nos íbamos al carro comedor muy elegantes, mi padre con su traje y sombrero, mi madre de vestido y tacones, y nosotros no desentonábamos. Mi hermano y yo íbamos ataviados con trajecitos adquiridos en Sastrerías La Económica, teníamos que ir bien vestidos: íbamos nada menos que a la Ciudad de México.
Qué delicia el desayuno. Huevitos al gusto, con jamón, revueltos, con tocino, papitas fritas, hot cakes, el delicioso y aromático café, los cuadritos de mantequilla que se derretían mágicamente con lo calientito del pan tostado, una mezcla de olores inolvidable e inconfundible que con sólo evocarlos pareciere que estamos nuevamente a bordo del Pullman a la Ciudad de México.
Mientras desayunábamos, los rayos del sol daban más color a nuestra mesa impecablemente puesta con mantelería y loza fina, y a través de la ventana en esos amaneceres verdaderamente indescriptibles, veíamos la campiña mexicana con sus verdes campos, los magueyes, las nopaleras; a lo lejos veíamos rancherías y el ganado plácidamente pastando, casi podíamos percibir los olores a campo, a madera, a plantas, paisajes interminables que uno hubiera querido permanecer todo el tiempo admirándolos, mientras disfrutábamos de los alimentos.
El viaje llegaba a su fin, regresábamos a nuestro carro dormitorio que ya para entonces había sido recogido por el camarero, nuestras maletas ya se encontraban listas al final del vagón, y el último tramo del viaje, ya alistándonos para llegar a la Ciudad de los Palacios, era la culminación de una noche inolvidable; llegábamos a Lechería y Huehuetoca y sabíamos que estábamos a punto de llegar.
A las 8:30 de la mañana el tren hacía su ingreso a los patios de la Estación de Buenavista; apenas descendíamos y los cargadores ya estaban listos para llevar nuestro equipaje a los carros de sitio que estaban estacionados: las cotorras, canarios y los cocodrilos. Llegábamos al Distrito Federal, y a lo lejos veíamos el emblema: la Torre Latinoamericana y el Monumento a la Revolución, ya estábamos en la capital después de un viaje tranquilo y descansado en el Pullman a la Ciudad de México.
Qué tiempos. Qué recuerdos.
Lee También
Recibe las últimas noticias en tu e-mail
Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día
Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones