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Equinoccio de primavera (parte 2 de 2)

Equinoccio de primavera (parte 2 de 2)
Nuestro santón encendió unos pebeteros con algo que nos dijo era copal, olor que otros concurrentes modificaron con una hierba que se fumaron en dosis generosas; una viejita tenía unas latas de canela que fueron utilísimas para aguantar el fresco. Para estas horas, de una de las casas vecinas salían los acordes de “El mono de alambre”, tocada por una banda que se anunciaba en su transporte como “Los engendros de Satán”, oriundos de Badiraguato, Sinaloa; unos muchachos que viajaban en un convertible tocaban en su estéreo música de Molotov, los de la casa reforzaron el ruido tocando “El tarachi”.
De repente algo debió haber sucedido, pues en un principio tan sólo los santones estaban arriba de la pirámide volteando hacia el Oriente con los brazos levantados, mientras decían unas oraciones que yo creo eran en inglés porque no les entendí, una joven tuvo que ser atendida y bajada de donde estaba en oración por los servicios médicos, quejándose la chica de un fuerte dolor en el plexo solar; esto reforzó las ganas de trepar, lo que hice como pude y una vez que, mirando al Oriente, elevé los brazos, fui atacado, junto con los que ahí estábamos, por un enjambre de furiosas abejas, ignorantes de la trascendencia del acto. Además, algún chistoso me empujó mientras alguien gritaba “azotó la res”.
Mientras me dolía del perrazo que me di, la señora de las canelas decidió, muy sabiamente, curarme con sobredosis de canela con alcohol. Mi traje blanco parecía más bien pintura moderna con huellas del tequila, del puro, de las canelas, de la caída, de los elotes, de las paletas y de los tres tipos de salsas que traían los de los puestos de fritangas, en tanto que un joven portaba un letrero que anunciaba el final de los tiempos.
Dolorido como estaba, comencé a pensar que a la mejor este era el final de los tiempos y diga mi solitario lector si no: al estruendo de tambores y chirimías sonaban los caracoles, el estéreo seguía con Molotov y de la casa continuaban saliendo los sonidos de la banda que tocaba por centésima ocasión “El mono de alambre”. Para las cuatro o cinco de la mañana un lloroso vecino de la zona me contaba que la banda tocaba diario en esa casa y que nunca paraba; se le veían las huellas de la falta de sueño, y no es lo peor, me anunció. A las cinco y media aparecieron los barrenderos de la colonia, armados con sus rítmicas escobas de popote y en su radio a todo volumen la bonita melodía “Pelón pelonete”.
El Sol comenzó a salir y la gritería aumentó, los santones seguían sus rezos en inglés, los danzantes frenéticos apresuraban sus pasos, los picados de abeja se lamían, “El mono de alambre” no dejaba de sonar, radios y estéreos tocaban su música, apareció una tele para ver lo que pasaba en Tajín y Teotihuacán, la luz nos inundó y lo último que recuerdo es haber visto pasar al santón principal en una moto, con una guapa danzante en ancas.
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