Sábado, 12 de Abril 2025

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México herido: la psique colectiva frente al crimen organizado

Por: Guillermo Dellamary

México herido: la psique colectiva frente al crimen organizado

México herido: la psique colectiva frente al crimen organizado

Existe una tristeza que ha aprendido a vivir en un entorno enfermo. No tiene rostro, pero habita en el polvo de los atardeceres que huelen a pólvora, en el silencio de los mercados donde nadie pregunta por los desaparecidos, en los corridos que glorifican al narco. Esta melancolía colectiva no se mide en cifras: se instala como humedad en los huesos de un pueblo que ha tenido que reinventar su concepto de normalidad.

El crimen organizado no opera como mafia, sino como parásito social. Nos ha inyectado su propia mitología: el respeto se confunde con sumisión, el poder con impunidad, la justicia con venganza privada. ¿Qué nos dicen los altares a San Malverde junto a las imágenes de la Virgen de Guadalupe? ¿Cómo explicar que coexistan mapas de la República y territorios narcos como si fueran países paralelos?

Hemos domesticado el espanto. Lo paseamos con correa como a un perro fiel. Le permitimos dictar horarios (”no salgas de noche”), modificar costumbres (”mejor no uses ese coche”), reescribir geografías (”esa carretera es peligrosa”). La violencia ya no es excepción, sino régimen: abrazos sin balazos.

Pero el verdadero crimen no son los cadáveres: es el tumor en el cuerpo nacional. Es ver cómo el miedo ha mutado en apatía existencial, cómo la memoria olvida la sangre. Cada vez que normalizamos una crueldad, le regalamos un pedazo de dignidad al monstruo.

Esa pedagogía del terror tiene su currículum macabro: clases prácticas de desconfianza (no abrir la puerta a desconocidos), seminarios de complicidad (mirar hacia otro lado), talleres de supervivencia emocional (reír para no llorar). Mientras el Estado juega al padre alcohólico que promete rehabilitarse cada seis años, el narco actúa como madrastra eficiente: castiga o premia rápido, gobierna con lógica de mercado negro.

Nuestros sueños pasan por retenes, nuestros abrazos llevan chalecos antibalas invisibles, nuestro lenguaje usa “levantón” en vez de secuestro. La psiquiatría nacional debería estudiar este fenómeno: cómo un país entero desarrolló esquizofrenia moral -condenar la violencia en público, justificarla en privado- para poder desayunar, trabajar y amar entre escombros.

Las abuelas tejen los nombres de sus desaparecidos en sus rebozos, los periodistas convierten los hechos en crónicas virales, los jóvenes cantan corridos sobre fosas clandestinas como si fueran épicas. Todos ellos, sin saberlo, están registrando el duelo de una nación.

La cura está en esa terquedad biológica de no permitir que el miedo se vuelva costumbre.

México no necesita héroes. Necesita espejos sin condescendencia. Que nos hagan reaccionar sanamente ante esta realidad. Hemos sido cómplices de nuestra destrucción, y solo siendo cómplices de nuestra reconstrucción sanaremos.

El diagnóstico está hecho. La pregunta ahora es de consciencia colectiva: ¿Podemos reaprender el lenguaje de la confianza, después de décadas de habitar con miedo y corrupción? La respuesta surge desde esa parte indestructible del espíritu mexicano que, contra toda lógica, sobrevive en el fango del dolor.

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