Hace 30 años estábamos pasmados. Habían asesinado al candidato del PRI y muy seguramente siguiente Presidente de la República, Luis Donaldo Colosio. En aquel momento nadie teníamos claro el significado de aquel magnicidio, sólo sabíamos que algo se había roto en nuestra historia y que en adelante nada sería igual, que era un punto de inflexión. De hecho, lo fue, para bien y para mal; para lo mejor y lo peor.El asesinato de Luis Donaldo aceleró la transición a la democracia. Tanto el presidente Zedillo como el grupo modernizador del PRI entendieron que después del asesinato de un candidato la apertura democrática era la única forma de asegurar a transición pacífica del poder, que el esquema del dedazo y la forma de designación del candidato-presidente al interior del partido único estaba agotado después de 70 años de una especie de dictadura de partido que había sido funcional -no necesariamente justa- para gestionar el poder.Lo que también cambió aquel día, aunque hayamos tardado en entenderlo, fue el surgimiento de nuevas formas de violencia vinculadas a un estado paralelo. Los asesinatos del cardenal Posadas en mayo de 1993 y el de Luis Donaldo Colosio en marzo 1994 fueron las primeras muestras de que había otras entidades que ejercían la violencia desde eso que hoy llamamos crimen organizado y que entonces definíamos sólo como “narco” y nos costaba entender los profundos vínculos que tenían con agencias del propio Estado y que tenían lógicas e intereses que iban más allá.Como Rómulo y Remo, la violencia y la democracia en México son hijas de la misma madre, y se alimentaron del mismo proceso político. Hoy la principal amenaza a la democracia es la violencia, su hermana de leche. En tres décadas hemos avanzado mucho en términos democráticos y hemos perdido mucho en seguridad, en seguridad pública y seguridad nacional, que no son lo mismo, aunque sí dos tenazas de una misma pinza. Hace 30 años, mientras intentábamos entender lo que significaba el asesinato de Luis Donaldo centrados en la necesidad de abrir el sistema a la democracia nos pasó de noche esa otra vertiente que crecía paralela. Empollamos el huevo de la democracia sin darnos cuenta de que estábamos también dando calor al crecimiento del crimen organizado. En sólo tres décadas, un periodo largo en términos de nuestras vidas, corto en la vida del país, tenemos instituciones democráticas siempre perfectibles pero funcionales: hoy tenemos la certeza de que nuestros votos cuentan y serán bien contados y que de esa voluntad saldrán las próximas autoridades y poderes. Igual sabemos que en muchos sentidos nuestras vidas y nuestra seguridad dependen otro que nosotros no elegimos ni votamos por él.