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México roto: la psicología de un pueblo sometido

México roto: la psicología de un pueblo sometido
No lo decimos, pero lo sabemos: en muchos rincones del país, el que manda no es el Estado. Es el sicario que patrulla en su moto, el jefe de plaza que decide quién vive y quién muere, el halcón que vigila la esquina, la narconómina que mantiene en paz a la Policía local. México está sitiado. Pero el sitio no es solo geográfico: es mental, emocional, espiritual.
Vivimos dentro de una cárcel sin muros visibles. Una cárcel psíquica donde la ley ya no se respeta, se teme; donde la autoridad no se obedece por convicción, sino por amenaza; donde la justicia no se espera, se compra, se negocia o se ejecuta a balazos.
Y lo más alarmante: nos estamos acostumbrando.
Porque el trauma, cuando es diario, se vuelve rutina. La violencia dejó de escandalizar. Las narcomantas ya no generan asombro. Las masacres duran un día en la conversación. Al siguiente, seguimos con la vida. Y eso -eso- es el verdadero triunfo del crimen organizado: no que mate, sino que nos rompa por dentro sin que lo notemos.
La psicología del mexicano en estas zonas se ha modificado. Somos una sociedad con daño neuronal colectivo. Operamos desde el miedo, desde la simulación, desde el encogimiento de hombros. Aprendimos a callar, a agachar la mirada, a fingir que no pasa nada. A sobrevivir, no a vivir.
Y mientras tanto, el narco construye templos, patrocina ferias, reparte juguetes. ¿Por qué lo hace? Porque ha entendido algo que el Estado nunca comprendió: que el pueblo no necesita solo poder, necesita sentido. Y si el narco da identidad, pertenencia y hasta una forma torcida de justicia, entonces el crimen ya no es el enemigo: es el nuevo dios de una tierra sin fe.
El Gobierno, en muchos lugares, ya no gobierna. Administra ruinas. Finge. Hace como que hace. A veces, ni siquiera eso. Y cuando un candidato es asesinado en campaña, ya ni nos indignamos: lo vemos como un trámite más del sistema. Uno que incluye plomo.
Lo peor no es el crimen. Lo peor es la sumisión interiorizada. Ese susurro que nos dice: “no te metas”, “así son las cosas”, “cuida a tu familia”, “mejor calladito”. Ese susurro ha destruido más sueños que las balas. Ha matado más que los sicarios. Porque ha domesticado al ciudadano, ha castrado al rebelde, ha adormecido la esperanza.
¿Qué futuro tiene un país donde el miedo es el idioma nacional? Donde la justicia es un privilegio, no un derecho. ¡Donde la misma autoridad inspira burla y no respeta!
México no solo está herido. Está emocionalmente colonizado. Y mientras no recuperemos el espíritu colectivo, da igual cuántas reformas, operativos o discursos se inventen. Porque sin alma, un país es solo territorio. Y el territorio -como ya sabemos- se lo reparten entre los más violentos y corruptos.
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