Hay épocas en que el poder se disfraza de progreso y el sometimiento adopta la forma amable de un seguidor incondicional. El viejo impulso de dominar a los demás nunca ha desaparecido; solo ha cambiado de máscara. Hoy no se conquista con espadas ni decretos, sino con datos, narrativas y una tecnología que puede simular una jaula para que parezca un jardín. Y, sin embargo, la fragancia no elimina el hierro.Lo inquietante no es la inteligencia artificial, sino el alma humana que desea usarla como espejo de sus nefastas ambiciones. El poder, cuando se ha contaminado de engreimiento y vanidad, sueña siempre con un pueblo dócil, agotado, fácil de conducir hacia la ilusión de un paraíso prometido. Por eso conviene aprender a distinguir a los nuevos aprendices de tirano que se visten de modernidad, eficiencia o salvadores.El primero suele llegar con sonrisa dulce y palabra suave. Se presenta como benefactor, como guía, como el que “sabe lo que la gente necesita mejor que el pueblo mismo”. Promete soluciones instantáneas y exige una obediencia servil que llama “confianza”. Su misión no es mejorar la vida de nadie, sino administrar conciencias. Quien regala comodidad a cambio de libertad no ayuda: se domestica.El segundo construye su imperio sobre la vigilancia emocional. Recolecta datos como quien siembra minas invisibles. Desea saber a qué le temen, qué sueñan, qué los irrita, qué los ensucia por dentro. Con esa información puede moldear su conducta sin que nadie lo note. El control más efectivo no se ejerce con golpes, sino con predicciones.El tercero intoxica al pueblo con ruido, demagogia, polémicas y distracciones para debilitarle la claridad. No necesita prohibir libros o puntos de vista: basta con aturdir el corazón. Un ciudadano emocionalmente agotado deja de pensar por sí mismo y se aferra al primer salvador mesiánico que le ofrezca bienestar. La fatiga es el sedante de los libres.El cuarto manipula el lenguaje público. No busca la verdad, sino controlar la información. Cambia significados, censura a través de la virtud, congela el pensamiento crítico en nombre del orden. Allí donde se vigilan las palabras, se vigila el alma.Y el quinto siempre aparece: el líder infalible, el que divide entre buenos y malos, derecha o izquierda, el que no admite dudas, el que necesita fieles, no ciudadanos. Toda tiranía comienza como un acto de seducción y termina como teatro para obtener obediencia ciega.La defensa no está en temer a la IA, sino en cuidarse de los que la quieren usar para el control. La humanidad solo se vuelve vulnerable cuando deja de pensar, cuando entrega su libertad a cambio de comodidad y cuando confunde propaganda con esperanza.Mientras existan ciudadanos conscientes, ningún poder —por tecnológico que sea— podrá reemplazar la dignidad de una mente humana libre, con un pensamiento atento y crítico.dellamary@gmail.com